domingo, 30 de diciembre de 2007

El año que no viví

Pasará por mi memoria como el año por el que deseé pasar de puntillas sin haberlo vivido. Como un mal sueño que nunca existió.

Un año en el que realicé un vuelo de corto alcance, pero tan alto, que me hizo perder todos los dientes al caer de bruces contra mi propio fracaso en el aterrizaje. Aún sigo intentando ponerme en pie sin que se noten demasiado las fracturas, sonriendo por encima de los puntos que han cosido mi boca y mi lengua a mi corazón para no volver a pronunciar jamás un puñado de nombres.

Hablé cuando no debía. Cerré los ojos y los labios cuando debía hablar. Y también cuando quise hablar estaba fuera de tiempo. Pagué el mismo peaje por mi silencio que por mis palabras. Por mis verdades y mis mentiras. Por el amor y por el desamor. Y seguiré pagándolo cada día de mi vida.

Soñé una rosa roja de mayo para la ciudad durmiente en la que se aposentó otra rosa coronada de gaviotas y de espinas. Ese día caía intensa, compacta, la lluvia sobre Zamora como si fuesen lágrimas de todos aquellos que apostamos por el cambio. La piedra dorada se vistió de gris.

Puse en marcha una fábrica de sueños que hace tiempo se quedó sin sueños. Sóis vosotros los que la alimentáis; por eso vengo cada mañana. Hace tiempo que esta chimenea sólo se nutre de la ilusión que ponéis los demás cuando venís a fabricar sueños.

Por el camino perdí la razón de ser de mi propia factoría y sus llaves fueron arrojadas al fondo del mar, allá donde sigue intacta -como todo lo que muere sin haberse consumido- la pequeña isla en la que puse el pie para ponerme a salvo del mundo, devorada por un maremoto de olvido.

Soñé despierta unos meses. Vivía dormida. Acumulé noches en que las lágrimas no me dejaban dormir. En el balance final, han sido muchas más estas últimas en las que intento purgar mi imbecilidad con llantos. Hay quien llega a esta vida con un manual de instrucciones para no salirse del guión. Pero yo no. Aprendí en carne propia lo caro que cuesta soñar. Lo llevo escrito en la piel con heridas, para que nunca se me olvide.

Perdí el hierro y la fe, que son lo mismo. El hierro no lo encuentro. La fe la dejé al pie de un Cristo que se hizo el dormido cuando nos presentaron.

Quise a fondo perdido y me perdí en un pozo sin fondo. Entregué mi tiempo como un cheque en blanco y cuando lo necesité para mí me lo echaron en cara. De tanto repartirlo entre los demás, ya no era mío. Pero me llamaron egoísta.

Ensayé despedidas a la orilla del mar, sobre el albero de agosto, en los atardeceres mágicos de la Cádiz tres veces milenaria. En el piso con ventanas al mar donde dejamos morir tanto amor. Le dije adiós en voz bajita, guardándome para mi su estampa con las olas rompiendo en el Campo del Sur. Mi Cái, la novia eterna de las aguas atlánticas. Los paseos con la marea baja buscando orejitas y conchas. La luz insultante de los días. El llanto por alegría. La caricia del levante, las madrugadas húmedas de febrero por La Viña.

Ahora estoy de mudanza. La soledad y yo compartimos piso. Hace tiempo que dejó de ondear en mi azotea la bandera de Salamora. Y ando aún buscando un armario grande para almacenar todos los recuerdos de una vida preciosa que ya no me pertenece, para que no me hagan demasiado daño.

Me enfrento cada mañana a un micrófono y me invento palabras que no tengo para que nadie sepa que cada frase es la reconstrucción de miles de sueños rotos. Que cada frase es una manera de pedalear sobre mi vida para no volver a aterrizar en el suelo.

Mi corazón duerme a los pies del Cristo Dormido que pintó de color azul mi sonrisa mientras mi alma se vestía de luto. Y me dejo arropar por los que continuáis a pie de fábrica, por los que habéis llegado, por los que han estado siempre. Que también son muchos; que son el único patrimonio con el que despido este año que soñaré no haber vivido.

Por la inmoderada sonrisa que seca mi alma mientras están llorando las nubes. Por la que quema Valorio cada tarde conmigo mientras me limpia el corazón con el pañuelo de su incondicional cariño. Por la que atraviesa este desierto a mi lado. Por las que echan mano del teléfono para devolverme un pedazo de nuestro Cái. Por un sobrino que la sangre me negó y me encontré un poco crecidito a la vuelta de la esquina, ahí mismo, en nuestra Salamanca. Por los días con nombre, por los fogones de una Pasión compartida. Por los que no preguntáis. Por los que no necesitáis decir. Por los que simplemente estáis. A todos gracias.


Y a tí, 2007: QUE TE VAYAN DANDO POR EL MISMÍSIMO CULO.

p.d. Perdonad la licencia. Lo necesitaba. Feliz 2008 a todos.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Capones

(Para mi abuelo, al que no conocí, porque se hace presente en nuestra mesa a la hora de los postres. Para el abuelo de Javito, que ha conocido los capones por su ciencia y también por enseñarle a amar al Nazareno de la orilla izquierda).

De siempre fue uno de los sabores de la Navidad: el del higo paso abierto en canal como una mujer llena de promesas, arropando entre sus carnes azucaradas y oscuras media nuez recién salida de las entrañas de su cáscara. El turrón de los pobres, aquellos capones que alegraban los postres de las navidades en la Golondrina y en tantas mesas pobres de esta Zamora pobre. Esos capones que aún hoy, más de medio siglo después de que se marchase, le recuerdan a mi padre y a sus hermanos la figura de su padre y los blancos manteles del restaurante de mi abuela, por el que campé en las primeras navidades de mi vida.

Eran años de racionamiento y miserias, de infancias tristes con las heridas de la guerra, los miedos y las ausencias sobrevolando de puerta en puerta. Pero los capones endulzaban las nochebuenas y las nocheviejas con la caricia áspera y gelatinosa del fruto madurado desde el verano. Con el chasquido de las nueces recién peladas pregonando su desnudez en la boca.

Y ahora, en estas navidades de excesos y empachos, cuando los capones regresan a nuestra mesa, brindo en silencio por los hombres y mujeres que alimentaron a sus hijos de amores y sonrisas allá donde no llegaban los menús deslumbrantes. Por los que se sobrepusieron al dolor para hacerle una cuna de esperanza al Niño Dios en sus casas. Por los que se pusieron en pie para esperar a los Magos de Oriente como si fuesen de nuevo niños, aunque las sacas de sus Majestades anduviesen muy mermadas en aquellos años y la ilusión fuese un bien escaso, pero nunca caro.

Brindo por aquellos pobres de turrón de pobre, que sin duda conocieron Navidades mucho más ricas que las nuestras y que nos hacen un guiño a través del tiempo cuando abrimos las carnes de un higo paso y lo convertimos en un manjar que sabe a beso y ternura.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Abrimos la Navidad

La cantinela de los Niños San Ildefonso me despierta en la mañana del 22 de diciembre y me recuerda que hemos abierto la Navidad de forma oficiosa. Para los más pequeños, estos días ya tienen el sabor de las vacaciones y de la ilusionada espera de los Magos de Oriente.

Los que hemos crecido (muy a nuestro pesar) buscamos el rastro de aquella alegría, cuando jurábamos que escuchábamos los pasos de los camellos sobre los tejados de nuestra casa en la noche de Reyes. Cuando en la Nochebuena los pajes comprobaban sus pedidos y nos dejaban algún regalo en señal, casi como una promesa.

La pereza viaja conmigo en esta Navidad allá donde vaya. Quiero que pase deprisa el tiempo, que mañana mismo sea ocho de enero y las calles y la vida vuelva a la rutina; que se apaguen las luces y las sonrisas de todo a cien, que no exista este espacio inmenso para echar a nadie de menos.

Hoy no escribiré más en esta fábrica de sueños sin apenas sueños y os remito al blog compartido ( http://www.todosporigual.blogspot.com/) en el que no se sabe muy bien si somos tres, dos, mil o trescientos.

En cualquier caso, es mi forma de darle la bienvenida al Dios Niño. Porque es lo único que salva estas fiestas que no son fiestas. Porque continúa siendo el origen de todo este tinglado que nos hemos inventado a la sombra del portal mágico de Belén. Porque su pobreza me sigue enterneciendo. Porque su sonrisa, desde la cuna hasta la Cruz, me sigue enamorando.

Un abrazo a todos.

martes, 18 de diciembre de 2007

Nieve

Ha descendido el frío en forma de nieve sobre los tejados; sobre la arena dorada del parque de San Martín; sobre los jardines que parecen paisajes de belenes decorados con harina; sobre las calles húmedas llenas de sal y agua.

Era Jueves Santo. El último día que nevó en Zamora fue el Jueves Santo, mientras la Virgen de la Esperanza asomaba por Cabañales y quisimos acompañarla bajo la incertidumbre de un cielo caprichoso. Su verde manto fue cosecha de nieve y sol tímido, de agua, esfuerzo, lágrimas y devociones.


Hoy ha nevado de nuevo, mientras la Virgen de la Esperanza sonríe incluso a quienes no esperamos nada. Y florecen las estrellas en estas noches tan largas. Valorio parece un decorado de cristal. El aire nos abofetea la cara con su beso gélido. El frío es un látigo invisible que nos castiga y nos purifica a partes iguales. El cielo vuelve a ser gris y la ciudad se disfraza de blanco.

La pequeña Teresa duerme su siesta y pronto iluminará la casa con su sonrisa. La luz de Lucía vendrá a llenar de vida el salón donde las esperamos mi madre y yo con un horroroso nacimiento de todo a cien que pondrán a su antojo mientras les hacemos un huerto con lentejitas para que las vean germinar y echar hojas en la Navidad. Así como espero estar siempre cerca para verlas crecer a ellas y dar frutos y flores.


Me asomo a la ventana y dejo que la nieve me limpie la mirada y el corazón. Y que cuaje en mi tejado la esperanza como un guiño del destino en este dieciocho de diciembre que va pasando lentamente, disuelto en copos helados que se niegan a disolverse y ser nada.
(Foto: Javier Alcina/La Pasión de Zamora. Jueves Santo en Zamora. Abril 2007)

domingo, 16 de diciembre de 2007

Zambombas

Es tiempo de zambombas en Jerez, ahora que los gitanos de Santiago se parten la camisita cantándole al Dios Niño y que queda prohibida la petenera por mal fario. Días de frío húmedo y de viento de poniente, de ecos flamencos que suben hasta mis oídos cuando cierro los ojos, canto al compás y se pone mi corazón farruco.

Hoy anunciaban una zambomba jerezana en Zamora. No he ido. Demasiado profesional; demasiado artificial. Demasiado lejos de mi Cái. Supongo que eso es como querer escuchar el mar en una lata de sardinas. Como sentir la caricia del viento a través del televisor. Como besar una pantalla de ordenador sabiendo que nunca habrá respuesta.

Pero he recordado aquellas farras, aquellas glorias, las voces rotas pregonando al Niño, los villancicos por tango, por bulería, las panderetas y las palmas, las zambombas humedeciéndose de agua y de vino, y he abierto el archivo de mi ordenata y de mi alma para traerme un pedazo de Cádiz a estas noches tan frías, tan de tierra adentro.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Madrid, otra vez


Había olvidado tus empedrados húmedos en las noches húmedas, tus nieblas de invierno empañando los amaneceres del Retiro, el bullicio de tus calles, la hojarasca bajo las zapatillas, la caricia de las farolas, las prisas y los paréntesis, el calor espeso del metro, el azote de la sierra en la cara; el tráfico que no cesa, las idas y venidas, las tabernas consagradas de polvo y vermú, tus puertas siempre abiertas, la madrugada empapada en aceite de porras recién hechas y chocolate negro. La sensación de volver a una casa a la que nadie pertenece pero en la que hay sitio para todos.



Vuelvo de recontar mis pasos de estudiante sin estudios por Moncloa y Gran Vía, las inmediaciones de la Plaza y su estatua ecuestre, Cuchilleros abajo hasta desembocar en los tabucos de la Cava Baja. Las tapas a precio de oro, las barras a rebosar, los carteristas y mangantes, las cañas espumosas tiradas con paciencia de siglos, el sabor castizo de los gatos que ronronean su acento de Madrí, el organillo ya mudo del Pichi, que palmó de empacho de chotis y chulaponería. Malasaña y sus antros alegres, el recuerdo de aquellas noches en las que despertaba a la vida. Chueca, sus taconeos, sus pelucas y su descaro, el arco iris ondeando sobre las azoteas, las razas y los colores pasados por la termomix. Los pijos y los pasotas, las rubias teñidas, los travelos, los sudacas, los intelectualoides aburridos, las guapas de pose, las feas más feas, las putas más putas, los maricas más maricas, las noches sin hora, el famoseo y el cutrerío, las tontas del bote y sus oseas, los guiris y los suvenires, los soportales y los portales, las mil y una noches.



Ese Madrid que guarda al otro lado del espejo el sagrado templo de las Ventas del Espíritu Santo, el ladrillo rojo neomudéjar y el albero dorado, las tardes de mayo, los silencios cerrados, las ovaciones y la gloria. Los cafés modernistas, las partidas de mus a treinta, el secreto de la sonrisa de Cibeles, los rugidos felinos de sus leones. Madrid sostenida en el tridente del dios de las aguas, Madrid pasarela al cielo y al infierno, de Madrí a lo eterno o al suelo sangrante del puente de Segovia. Madrid de Austrias y macarras, Madrid de jardines y callejuelas meadas, bobos merengues y sufridos colchoneros. Sórdido Madrid de silencios, memoria viva, corazón de este país de países y corazones.



Y vuelvo con sabor a fresa macerada en la boca y el hielo derritiéndose bajo mi lengua mientras corta mi garganta como un cuchillo. Con el abrazo y el reencuentro, con el dolor asomado por las esquinas buscándome las heridas para resucitarlas. Y media sonrisa dibujada en la cara y una tregua muy frágil en el corazón y la cabeza. Porque mañana será otra día. Porque mañana será otra vida. Y sigo en pie.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Viento del sur


El viaje de ida fue ligero, acomodada entre la sonrisa del amor y la esperanza. El último sol de la tarde bañaba de plata los caños y los esteros haciendo brillar aquellas extensiones inmensas de agua en tierra adentro. El brezo evocaba ese otro brezo de mis veranos, en la montaña norteña donde los helechos y robles se multiplican sin pedir permiso, donde las mujeres aún llevan pañuelos negros en la cabeza y cuentas historias y leyendas con la voz ronca de la tierra sanabresa. La sal adquiría el tono azulado de la primera noche, de todos los sueños por delante.



Bajé del tren y dejé que me recibiese con los brazos abiertos el viento de poniente, lamiendo de humedad y frescura las heridas del viaje. Vestida de blanco, como quien acude a una primera cita. Como una novia que dejó caer su anillo en la inmensidad del mar.
Devoré los paisajes y los poblados, las fachadas blancas y los secarrales que se sucedían abriendo en canal este país de norte a sur. Y conté las estrellas aquella noche primera, para que no se me olvidase el cielo abierto de Cortadura, la canción de la orilla ni su letanía de algas y orejitas de mar devueltas a la arena.



Cierro los ojos para desandar el camino; de los esteros de plata a la ciudad de la piedra. Para que no me duela. Para no mirar por última vez. En Zamora las calles rezuman niebla y humedades; el suelo brilla empapado de invierno y melancolía. Los cielos de día son grises y por la noche se tiñen de naranja, como aquellas noches de Reyes en que sólo mirabas el cielo esperando la Estrella de Oriente sobre el tejado de tu casa.


Pero hoy sopla viento del sur. Y salgo a la calle, donde habita la luz traviesa del mediodía.
Sopla viento del sur. Lo he leído en alguna parte. Y he sonreído pensando en aquel viaje primero, tan leve, tan comiéndome los kilómetros a mordiscos.
Me dejo acariciar el rostro con su soplo tenue. Y dejo también que acune mi alma con su silbido salado de piedra ostionera y atardeceres encendidos. Cierro los ojos de nuevo. Y sonrío, y escucho entonces de nuevo las olas dibujando las noches bajo mi ventana. Y regreso a tus orillas y a tus atardeceres. Y sé que ya siempre vendrás conmigo.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Uno de diciembre

Permanecí junto a su cama hasta el último día. Incluso cuando no abría los ojos le sonreía. Y cuando decían que ya estaba dormido, le hablaba. Y le tomaba las manos para que supiera que estaba cerca; para que sintiese que aunque no estaba en casa, tampoco estaba solo. Nos queríamos tanto, que hubiese dado allí mismo un pedazo de mi vida por mantener la suya. Tanto que, aunque nunca le gustaron las mujeres, no le hubiese importado pasar una buena vida conmigo. Eso decía y sonaba a piropo. Era tan rabiosamente guapo, tan rabiosamente hermoso por dentro y por fuera, que no me lo hubiese pensado. Nos lo hubiésemos pasado bien. Yo le sigo queriendo, allá donde se encuentre.

Entonces aquel nombre estaba maldito; la enfermedad era impronunciable. Fueron dos meses en aquella habitación viendo pasar enero y febrero a través de sus cristales dobles, sobre los tejados pintados de hielo. Dos meses del hospital al periódico y del periódico al hospital. Dos meses de besos asépticos dados con el alma, de horas de angustia que pasaban como sin querer mientras cada día nos pertenecía menos; mientras se apagaba la luz insultantemente azul de sus ojos y le velábamos noche tras noche como a un hermoso yacente de respiración cansina.


El último día cogí su mano y la besé despacito. Quise olerlo, aspirarlo suavemente por última vez, porque olía como los bebés; a manzana dulce y ternura. A la colonia de Dior que dejó a medias y que dosifico como un tesoro cuando quiero llevarlo conmigo a alguna cita importante. Supongo que siempre le filtró por los poros la transparencia de su alma. Y le dije adiós en voz baja, agradeciéndole su lucha y su valentía, el coraje y la dignidad, la alegría compartida, la limpieza de la mirada, la generosidad de su corazón.

El último día, mientras cerraba mis ojos junto a sus ojos ya cerrados y archivaba en mi alma el rastro aún calentito de su piel, se me escaparon las primeras y únicas lágrimas. El me había pedido meses antes que no le llorase cuando se fuera, porque le había dejado en prenda mi alegría. Yo cumplí lo pactado. Pero aquel día lloré de rabia, con el corazón impotente al verlo marchar. Porque sabía que tarde o temprano habría un tratamiento. Porque sabía que algún día habría un alivio contra el azote que se recreó en tu hermosura.

Cada uno de diciembre recuerdo aquellas lágrimas y me rebelo porque llegaste tarde a la cita con la esperanza. Pero encuentro tu mirada azul empujándome siempre hacia adelante y te sonrío. Los dos sabemos que hoy el sida mata menos, por mucho que le pagásemos el tributo de tu ausencia.

Y te sigo queriendo, y sigo admirando tu lección de vida.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Sabores

Existe una poesía de mesas y manteles, un lenguaje oculto de olores y sabores que azotan la memoria y acarician el alma.

Vinieron el viernes desde Cádiz. Mi Cái. Pepe, el maitre de El Faro de Cádiz. Mi Cái. Las papas aliñás para abrir boca. Y el recuerdo de la hora del tapeo estallando en el paladar, empapado en aceite de oliva virgen de color dorado, como los atardeceres junto al castillo de San Sebastián. Como la cúpula que se yergue sobre el Campo del Sur. Y el sabor de las noches de Carnaval a reventar de gentío por las calles de la Viña que conducen a su fachada blanca con farolillos mientras ronronean las olas por Arricruz.

Después las tortitas de camarones, el secreto de la harina de garbanzo y la estopa de los camarones, los mismos que saltan como pequeños insectos en los puestecitos de los mariscadores. El olor marinero de Cádiz. Mi Cái. El aceite en ebullición formando puntillas y filigranas. Mi corazón en ebullición echándote de menos. Mi Cái.

La nostalgia en su punto de cocción. El sabor a sal atlántica de gambas y langostinos, las cabezas como frutos jugosos extraídos de la mar generosa. La estampa de los barquitos faenando en la noche, pululando como una constelación sobre las negrura de las aguas. La luna en lo alto, el olor de las algas, la arena humedecida, el silencio.

Y los mandilones al pie del fogón. Las acedías deshaciéndose como gloria bendita en la boca, el cazón y el adobo llamando los cucuruchitos de papel al pie del mar, esas comidas en solitario en la misma playa bendecidas de comino y oloroso. Mi Cái, que huele a salazón tres veces milenaria.

La alegría dorada de la manzanilla y el fino, el sabor dulce de uva macerada y añeja del Pedro Ximénez, el poso travieso del Barbadillo en la lengua, el pellizco en la garganta. Jerez, Sanlúcar, el Puerto. El beso, el brindis, el latido.

Los sabores de mi Cái, erigida sobre sus sabores. Sazonando, poniendo vida en los manteles extendidos sobre mi alma.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Luna llena

Son las 5.37 de la madrugada. Llego ahora a casa después de consumir la noche y las primeras horas de este nuevo día en compañía de los míos. Hiela sobre Zamora y los coches van acumulando sobre sus chapas el blanco rastro del frío que nos corta la cara como cuchillos.

Una luna llena, insultantemente blanca, eternamente redonda, acompañaba mis pasos de vuelta a casa mientras la ciudad dormía con las persianas bajadas. Y regreso pensando en las lunas llenas de la primavera, en las lunas de la Pasión, en las lunas que ya siempre soñaré dibujando caminos de plata sobre el mar.

Es tan bonita, que necesitaba contároslo.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Lucía


Hace seis años se encendieron tus ojos verdes y miel como dos lamparitas para iluminar el noviembre tardío y todo mi mundo. Entonces brindé a orillas del Atlántico con vino de Toro, la sangre de nuestra tierra, para celebrar la tercera generación en nuestra casa. La dulzura, la vida. Tu inmensa belleza.


Te quise desde que eras un garbancito apenas imperceptible en el útero de tu madre. Después, cuando te tuve entre mis brazos, pensé que me faltarían las fuerzas para sostener toda la ternura del mundo. Te quise cuando eras un gurruñito en tu cuna, arropada de amores con tus ositos y tus pijamas de felpa. Y aprendí a besarte con los ojos, a cantarte en voz baja, a susurrarte los nombres, a contar tus días y tus noches como si en ello me fuese la vida. Porque me calcas los remolinos del pelo, el trazo de la sonrisa, el hoyuelo de la mandíbula. Porque tus manos son como mis manos y tus pies son como mis pies. Porque devoras los días creciendo y aprendiendo, compilando soles y lunas a los pies de tu cama. Porque enciendes de primavera todas las mañanas del mundo.


Han pasado seis años. Y esta mañana el murmullo del Duero me sonó a acción de gracias. Y repetí con la memoria aquel brindis a orillas del mar en la sinfonía de otoño que se posa sobre las madrugadas de piedra y las alamedas desnudas. Y compuse tu nombre, Lucía, como una nana antigua de tierra adentro, con la voz profunda de mi sangre.


Porque sólo tú salvas el frío de este noviembre inhóspito. Porque me sigue colmando el precioso, impagable, regalo de tu existencia.

martes, 20 de noviembre de 2007

Ya son cinco


Sé que Olga se portó como una campeona y que Fernando lloró de emoción el día que sus tres pequeñajos asomaron las orejas (seis orejas, seis) al mundo en la tierra burgalesa de su madre. Sé que esperaron treinta y siete semanas con emoción y expectación para contemplar sus rostros y poderlos abrazar, ya liberados de la protección cálida del vientre de su madre.


Sé también que algún día les contaré cómo se conocieron sus padres en esta Zamora nuestra y cómo supe un día, por el brillo de los ojos de ella, que se habían enamorado sin decirnos nada. Y que siguen igual desde entonces, floreciendo los frutos.


Sé que desde que vinieron al mundo en casa de los Fombes se duerme mucho menos, aunque la alegría ha venido multiplicada por tres, aunque entre tomas y bibes y pañales anden a todo trapo. Sé también por el blog que su padre les/nos escribe (http://www.trillizosburgos.blogspot.com/) que Carlota, Gabriela y Fernando son unos bebés sanos, aunque Carlota les pegue algún sustillo de vez en cuando, y que se merecen por derecho propio un sitio en esta fábrica de sueños. Porque ellos tres representan el futuro y la esperanza en este mundo que nos empeñamos de cubrir de mierda. Porque son tres soplos de vida, tres guiños de amor en este otoño frío que nos congela los besos y el alma.


Y yo os mando un beso, pequeñajos, porque sin saberlo formáis también parte de mi vida, como yo soy parte de la historia de la vuestra, aunque todavía no nos conozcamos. Porque supongo que también un día os hablarán de mí.


Porque hoy, que las palabras parece me pesan más de costumbre, os contemplo en vuestra primera foto de familia y me hacéis más ligero el camino y más fácil la sonrisa. Porque frente a tanto punto y final vosotros sóis el punto y seguido, las frases por escribir, las sonrisas por descubrir, la vida abriéndose paso. Y sé que os quiero y que tenéis el mundo entre las manos.


Un besazo a los cinco.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Bajo cero

Ahora que la noche nos condensa el aliento. Ahora que un espectro blanco se posa cada madrugada sobre los campos. Ahora que los termómetros recitan como una letanía antigua su manifiesto del invierno.

Ahora que los besos se congelan. Ahora que las caricias mueren de frío.

Estamos a bajo cero.

martes, 13 de noviembre de 2007

Castañas

Noviembre es el mes de las castañas, de la fiesta del Magosto, de los cucuruchos de papel. Era el mes del olor a gloria bendita en la esquina de San Torcuato donde tenía su puestecito Transi la castañera, aquella mujer pura bondad que sonreía siempre tras sus gafas de culo de vaso.

El puesto de Transi era parada obligatoria para las niñas que estudiábamos en La Milagrosa. Recuerdo los días de niebla cerrada y frío pajarero en que brillaba su lucecita amarilla como un lucero para los navegantes. Y el crepitar de las castañas en su asador de lata con el carbón consumiéndose por debajo. Y las manos ásperas llenas de ternura. Y la caricia caliente del papel en las manos, como un abrazo en medio del temporal.

Hace años que Transi nos dejó. Hace años que quedó vacía su esquinita y se apagó aquella bombilla amarilla que era como un lucero de gominolas y castañas asadas en mitad de San Torcuato. Pero noviembre siempre nos devuelve su presencia, la caricia de sus cucuruchos calentitos, la sonrisa repartida entre todos los que dejamos al pie de su hornillo de carbón retazos de nuestra infancia. El nombre que los que vienen detrás ya no conocerán.

Y ahora que intento redescubrir mi ciudad con ojos de adulta, echo de menos el puestecito verde, la bombilla mortecina, la mirada de culo de vaso. Y, sobre todo, a la niña que se paraba de cuando en cuando a comprar un cucuruchito de castañas.

En noviembre, en la esquina de San Torcuato, donde Transi, de siempre.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Latidos

Esta mañana, entre otras cuatro pruebas que no vienen al caso, me hicieron un eco-cardio en el hospital. No tenía ni idea de lo que era, pero ví mi corazón latiendo en blanco y negro a través de una pantalla de vidrio.

Tuve suerte; el médico no me dijo que estaba partido en dos, así que me sentí una jabata porque latía fuerte y a su bola.

Tendremos que celebrarlo.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Muertos

En estos días los muertos les llevamos flores a los muertos. Como si fuésemos distintos. Como si estuviésemos vivos.

Imaginamos que la muerte habita los cementerios ignorando la muerte que llevamos encima, lo muertos que estamos. Que las calles están llenas de muertos. Que las casas están llenas de muertos.

Ahora que no quedan sueños, pero tampoco lágrimas. Ahora que la sucesión del tiempo es pura inercia y un día es igual que otro día y que otro y que otro. Y una noche igual a otra noche y a otra y a otra.

Ahora me doy cuenta de que tengo el armario lleno de cadáveres y que no soy si no otro cadáver que se pudre en armarios ajenos donde mañana no seremos nada. Y que este día de Difuntos me sorprenderá llevando flores a mi propia tumba.

domingo, 28 de octubre de 2007

Tosantos


Todos los lunes próximos a los Santos, el mercado gaditano se llena de frutas exóticas y seres inimaginables que surgen en sus puestos por obra y gracia de los gaditanos, que lo llevan en la sangre como llevan en la sangre las coplas de febrero. Es la fiesta de "Tosantos", la más genuína, la más desconocida, que se celebra en el mismo recinto alrededor del cual cantan por tangos los coros el Domingo de Carnaval.


Cádiz, que hace carnavales todo el año, disfraza la tristeza de los primeros días de noviembre y le pinta la sonrisa a los días sombríos que nos recuerdan que somos polvo que volverá al polvo. Cádiz, que derrocha imaginación por los cuatro costados, la vierte en pequeñas dosis puesto por puesto, para hacer del mercado un revuelo de gentes y una oda a la alegría de un pueblo que se mantiene en pie a pesar de los vendavales que circundan por sus orillas.

No sé si este año habrá "Tosantos". El derribo del viejo mercado, para edificar uno nuevo, probablemente dé al traste con esta tradición que es santo y seña del pueblo gaditano. Porque no es lo mismo acudir al pie del edificio rosado de Correos pasando por la plaza de las Flores donde siempre suena el agua cantarina que dejarse caer por el nuevo recinto de San José, donde todo es más moderno, pero más aséptico. Cádiz huele a Cádiz en los alrededores del viejo mercado, junto a la churrería y la freiduría, frente a Pepi Mayo que andará ya haciendo trajes de piconera y redecillas de madroños para que no se le eche encima el tiempo.

A mí me gustaban las marquesinas llenas de especias y plantas medicinales, el bullicio musical de "El Melli", las ropas de saldo y el batiburrillo de todo a cien de enfrente. Me gustaban las niñas bailando tanguillos y alegrías en los tablaos, el humo de los buñueños y el olor de las castañas en la calle, aunque en el sur no se condense el aliento por estas fechas y parezca menos noviembre.
Me encantaba pasear entre el gentío de puesto en puesto, admirándome de la capacidad de convertir la fruta y la verdura, los pollos y los pescados en figurantes de auténticas obras de arte y paciencia. Y las cestas de marisco colocado con tiralíneas, las nécoras rojas y deslumbrantes en su justo punto de cocción, el olor a bocata y manzanilla, la tentación de los torreznos que allí son chicharrones, la carne mechá y las cañaíllas y las ristras de bombillas por los pasillos.

Supongo que si estuviese en Cádiz y viese el viejo mercado como un solar sentiría un desgarro parecido al que me arañó el estómago cuando ví el Gran Hotel reducido a una escombrera y recordé tantas mañanas de tertulia y café torero que ya nunca serán. Así que prefiero soñar que recorro aquellos puestos engalanados que ya son memoria con la sonrisa en la cara, admirando a un pueblo que le hace guiños al dolor con cantes de fiesta y el arte del ingenio.

Es la fiesta de los "Tosantos". Y aquí se celebran, porque me hablan de la Cádiz mágica de la que es imposible no enamorarse, a la que siempre quiero volver.

domingo, 21 de octubre de 2007

El último bohemio

Se nos acaba de morir Patxi, que llevaba un año muriéndose y muchos castigándose. No sé si fue su mala cabeza o su santa voluntad empecinada en apurar la calle igual que apuraba el whiski o la coñaca. O simplemente que siempre renegó de una crianza entre algodones para echarse en los brazos de la bohemia, tan atractiva y tan cara como una puta de lujo. Porque la voluntad, los sueños y el salirse del tiesto siempre exigen peajes caros, tributos tan altos que hace que se conviertan en saltos al vacío de los que es imposible salir ileso. Y Pachi -lo siento, querido amigo, pero a mí siempre me gustó castellanizarte- lo sabía y lo pagó hasta dejar sus bolsillos vacíos de pasta y llenos de vivencias.

Me gustaba escucharle hablar de su vida en París, de sus historias por el País Vasco, de sus exposiciones y de sus proyectos, incluso cuando ya no tenía proyectos. Me gustaba hablando de su pintura extraña y sus aventuras locas porque te dejaba soñar con él. Y me gustaban las noches en que nos pillábamos pelín azufrados y se arrancaba por soleá porque se le ponía el alma flamenca y tocaba todos los palos. Con la voz rota y probablemente con el alma rota o llena de agujeros. Con los ojillos claros destilando esa vida tan intensa que siempre me fascinó, desde niña.


Lo de Patxi fue peculiar hasta el final. Cuando se lo llevó el coche por delante y le dejó el cuerpo con más empalmes que una estación ferroviaria, se corrió como la pólvora la noticia de que había muerto. Quienes lo conocíamos sabíamos que Pachi se había empezado a morir mucho antes, que sólo le mantenía en pie ese extraño idilio con la libertad, que fue la más fiel sombra que le cobijaba. Y yo nunca quise reconocerte en el abandono último, ni en las cadenas del último año, ni en el olvido y el silencio que impuso esta ciudad sobre tí como una losa. Ni en esas canas que retrató Pascual a traición, que yo hoy traigo hasta aquí para que no se me olvide tu rostro.

Salud y libertad, querido Pachi. Corrígeme la "che" por la "tx", que no me importa. Hoy brindaré por tu vida, por tanto como nos dejas, por tu sonrisa pícara y por ese alma flamenca que ya está arrancándose por quejíos en el tablao de Currillo el Palmo, ese que canta Serrat, en el cielo de los bohemios y las buenas almas. Que tiene que existir por cojones.

Ahora sí, Pachi. Ahora sí, la paz es tuya.
Un beso.


sábado, 20 de octubre de 2007

Mágica tierra nuestra

Siempre pensé que vengo de una tierra donde la podredumbre nos impide ver la magia que se esconde por sus esquinas. Pero esta noche era la noche de la magia y ni cien mil lenguas con sus doscientos mil filos nos la podía arrebatar.

Siempre quise creer en la magia. Quizá porque los únicos reyes que reconozco desde niña son sus majestades los Magos de Oriente, y no por monarcas, sino por magos. Porque nunca creí en otra corona que no fuese la de este trío que sigo esperando cada madrugada del 6 de enero como si con ello recuperase aquella emoción infantil que tanto añoro. Quizá porque desde tiempos inmemoriales los magos son como la carta del tarot que los representa: los que crean, los que ilusionan, los que nos iluminan la vida, los que ponen estrellas sobre el tapete. Y en estas noches de transición al invierno necesitaba 52 naipes franceses para reinventar una Zamora mágica donde el día a día no sea un ejercicio de supervivencia.

Mago Jesu, mago Jose, mago Paco, mago Marcos. Los cuatro reyes de la baraja, los cuatro magos de mi Zamora encendida de sorpresas en esta noche de octubre al pie del río. Los que extendieron la alfombra de la sonrisa en el bar con nombre de ciudad asturiana y tortillas de patata de pecado. Los que nos recordaron que sólo hay que creer para volver a ser un niño.

Y asciendo la cuesta acariciada por la nueva oda a la alegría que ha compuesto un circo del sol para este siglo XXI. Y llego a la puerta de casa flanqueada por la amistad, cierro los ojos y me digo que debo aprovechar que esta noche creo para escribir esta entrada antes de irme a la cama y no pensar cuando me despierte que acaso fue un sueño la bendita magia de esta tierra nuestra.

martes, 16 de octubre de 2007

Otoño

De pronto, me doy cuenta de que ha llegado el otoño en forma de verano tardío. Que ya están cayendo las hojas de los árboles de Valorio como si tuviesen prisa por tapizar el suelo y ser nada; que ya baja el Duero chocolate y crecido de lluvias prematuras. Que echo de menos la luz deslumbrante de Cádiz cuando muere el sol y sólo se atreve a replicar el murmullo de las olas que siempre vienen a besar su arena.


No sé cómo fue el día que señaló su punto de partida en el calendario ni quiero acordarme, pero ayer supe que era otoño. Que no hay flores en los caminos ni polen perezoso en el aire. Que he dejado el verano y los sueños de sus noches hibernando en un ataud de cristal como si fuesen una princesa muerta que nunca mereció un beso para danzar descalza bajo un sol que no quema.



Que nos espera a la vuelta de la esquina el noviembre de difuntos y buñuelos, el olor a castaña y brasa, los cielos empañados de niebla y nostalgia, abrazados a la tristeza. El hielo, los amaneceres de plomo, la soledad de la sábana, el mar que siento tan lejos pero tan mío. La caricia tibia que perdí en una apuesta a cara de perro. La tierra negra en la que quiero mancharme las manos como si fuese tinta.


Que pronto vendrá el frío a aposentarse por los rincones y querré escapar a donde no se me quede el alma tiritando. Que mi bosque se viste de humedades como si fuesen lágrimas destiladas que escapan monte abajo y visten de cristal los zarzales cuando amanece y los pinos que escupen agujas y frutos.


Sé que es otoño porque están encendidas de sangre y olvido amarillo las copas de los álamos antes de vaciarse y quedarse desnudas sin sombras en las que cobijarse. Y mientras sigo caminando y dejo que el tiempo caiga lentamente, como si fuese hojarasca inerte que piso por el camino.


Tan insignificante, tan poca cosa.

viernes, 12 de octubre de 2007

España

Fiesta del doce de octubre en la España de la calle dividida por la división eterna de España. España, nuestro suelo y nuestro cielo, sin fronteras, si España es también Portugal y el mar azul que nos rodea como un grupo de cuatreros amedrentando a una chica hermosa.

España, mi España, la de las dos banderas si ninguna se impone por cojones. España como una explosión en los dientes. España blanca de luz, España negra de lutos, de ritos, de toros sagrados que mueren en la arena en las tardes de calor y moscas.

España de golondrinas que surcan el verano; España de los niños descalzos que cantan carnavales en la playa; España de río Duradero, del sol posado sobre las terrazas de la plaza mayor de la piedra dorada. España del paseo de los tristes en el que emerge la Alhambra como un consuelo evocando el rezo del almohacín; España de olor a salitre y barquitas de pesca allá donde el sol se esconde entre los dos castillos que abrigan La Caleta. España de verbenas y vemús con los viejetes bailando al tres por cuatro.

Mi querida España de tirios y troyanos. La España que canta el himno de la libertad por boca de quienes nacieron en tiempos de la democracia y de quienes nunca se callaron. España de Cristos con los pies desgastados de besos; España herida de amores que nunca cicatrizan. España de versos desgastados y de versículos profanos redactados sobre la piel. España presumida de castañuelas y dolor jondo, del dulce quejío de las comparsas, los cantes de ida y vuelta, de norte a sur, el vaivén liviano de las voces, el redoble de las penitencias, el silencio que nos arropa, los héroes del silencio que son los héroes de cada día.

España de cuernos y caperuces, de olor a pino y bosque por el santuario sombrío de Valorio. Verde España de montes cantábricos, verde que te quiero verde en las alturas de Grazalema y mirando hacia Africa allá donde el viento sopla más fuerte. España de sol y nieve, de pieles tostadas y miradas claras. España de catedrales y mezquitas, espejo del sueño eterno de Al-Andalus. España judía y emigrante, España exiliada, España peremne. España de levante y de poniente, España de vivos y muertos, de lutos y saraos.

Este es mi país. En el arco iris reside la bandera de mi patria.

sábado, 6 de octubre de 2007

Abrazar la piedra

Hacía bochorno, presagio de las tormentas y aguaceros que han alimentado el Duero hasta dejarlo crecerse por las orillas. Subimos porque queríamos abrazar la piedra, abrazar el aire azul y gris plomo que cubría como un manto nuestras casas, nuestras calles, nuestros tejados. Divisar desde la torre maciza los trazados de nuestro paisaje y ponernos a salvo de la malicia que habita tras sus puertas.

Allí, a la sombra del cimborrio, todo es tan abarcable y tan sereno que daba miedo pensar que al descender sobre nuestros pasos la ciudad nunca fuese a despertar de su pereza peligrosa, de su quietud placentera pero sumisa. Beso letal que nos duele pero no mata.


Quisimos ajustar el reloj del tiempo y quedarnos como espectros reflejados en la Bomba, esa campana inmensa con nombre de munición que reza en bronce cuando el Cristo de las Injurias atraviesa el atrio en la tarde del Miércoles y el silencio se hace juramento. Quisimos quedarnos para siempre allí arriba, acariciados por el batir de las alas de un ejército de cigüeñas que ya no emigran en los meses del frío.

Dibujando caracolas y enigmas sobre las escaleras desgastadas, atisbando desde la altura la mirada románica que nos preside cada día. Siguiendo con paso corto el rastro medieval de los canteros que obraron el prodigio a golpes de cincel. Sonreíamos como si participásemos de algo mágico con los pies anclados al mismo pie del cielo, bajo la luz dura del sol de mediodía que castigaba nuestra osadía de surcar su territorio.

Por unos instantes, mientras abrazábamos la piedra, supimos del secreto de los siglos que mantiene intacta su insolente belleza.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Bienvenida, pequeña Leonor


Pequeña Leonor: Asomaste las orejitas al mundo el lunes, el mismo día que tu tía-abuela-madrina, de la que también tomas el nombre. Cosa que me alivia, porque no terminaba de creer que a tus padres, siempre tan anárquicos, tan a su santa independencia, les hubiese dado un arrebato monárquico a la hora de ponerte nombre. Un nombre precioso, que me remite a la brava e inteligente leona de Aquitania, madre de un Corazón de León y reina por partida doble de trovadores y bardos; emisaria de libertades y prisiones. Leonor; que suena a limpio, como un manantial de agua brincando de piedra en piedra.


Llegaste deseada desde el joven vientre de tu madre, arribando a ese puerto de secano que es Madrid, con tu sangre dividida entre amores de ida y vuelta, de Cádiz a Zamora y de Zamora a Cádiz, que es donde te llamará la voz de la tierra y de los ancestros; esta tierra de diques y embalses que quedaron para siempre en blanco y negro en la cámara prodigiosa de tu bisabuelo. Y también la hermosa Salamanca, donde reposan las raíces de tu tronco materno. Y pasarás los febreros locos por el barrio de la Viña ardiendo en coplas y papelillos mientras ronronea el Atlántico comparsas en La Caleta y olas rebeldes por el Campo del Sur de retirada allá donde desemboca Arricruz; y vendrás a desayunar churros y aguardiente los Domingos de Resurrección al patio de mi casa, después de aprender penitencias y procesiones, chapurreando las primeras jotas, preparándote para las romerías de la Pascua y todas las alegrías que hayan de venir cuando te pongas en pie y camines por tí misma. Sosteniendo en tus manos minúsculas todas las primaveras en casa de María y de Jandro.


Te contaré algún día que la boda de tus padres fue una fiesta a caballo entre todo lo que queremos, entre este norte y sur que nos cosen el alma por inexplicables lazos a tu familia y a la mía. Desde las gaitas alistanas y los charros que cantamos en la iglesia hasta la madrugada clara y veraniega en que cantamos por carnavales y el "Vaporcito", que es como un himno profano "de vellito" para todo el que pisa en la Gades tres veces milenaria.


Te cantaré una nana de Ribadelago para que no se te olvide la voz mágica de los siglos desde la cuna. Sábana bendecida en la memoria de las ancianas de pañuelo negro guardianas de los secretos del Lago. Y dejaré que tu sonrisa nos acaricie a orillas del mar como si fuese viento de levante, inundando de ternura toda la playa de la Victoria, desde Cortadura hasta Puerta de Tierra. Como si fuese parte de ese Duero eterno que baja a morir a esas mismas aguas rebozado en la piedra de nuestra Zamora.


Bienvenida a nuestro mundo, pequeña Leonor.

martes, 11 de septiembre de 2007

Tierra de gigantes

Zamora se pobló en septiembre de gigantes que alzaban sus sonrisas de cartón piedra y barro por encima de nuestras cabezas. Los niños se admiraban y bailaban a su son entre atemorizados y sorprendidos. Las calles se perfumaron con el charro añejo de El Ramón, el Turco, el Abuelo y la Negra. Los cuatro puntos cardinales de nuestra infancia. Los cuatro puntales que sostenían nuestros miedos en las alturas cuando precedían a la Custodia en el día soleado del Corpus.

Gigantes que izaban el sol como una bandera sobre la mañana de un domingo cualquiera, recordando que esta Zamora pequeñita es siempre tierra de gigantes. Gigantes que sobrevivimos entre gigantes de pies de barro que se nos vienen encima a su antojo. Gigantes que intentamos mantenernos erguidos entre gigantes sin alma cuyas urdimbres manejan los hombres a su antojo mientras empuñan el cetro de la cerrazón.
Y contemplando su danza anoté que el día a día en esta ciudad de piedra y silencios es tarea de gigantes.


jueves, 6 de septiembre de 2007

Caro, grande, bravo Luciano

Hay una voz cálida que resguarda mis sueños desde niña. Un soplo de aire de la Toscana que aliña con el dulzor de Módena mis primeros recuerdos, las estancias de esta casa llenas de música.

El gran Luciano. El príncipe Calaf anunciando el amanecer desentrañando los acertijos de Turandot, la malvada princesa. El agudo más puro y esplendoroso, aunque los puristas nunca le perdonasen aquel devaneo a partes iguales con José Carreras y Plácido Domingo. Yo sí, porque ha sido el más brillante, el más rotundo, el más mágico. Porque descendió la ópera de los escenarios restringidos y la paseó de la mano entre los de a pie. Porque llamaba con su timbre único a las puertas de mi alma. Porque poseía la magia, el chorro inconfundible, el tesoro de la voz apresada siempre entre fulares para que no la rozase ni el aire. Poderosa, preciosa, con nombre propio.

Y esta fábrica, donde no se guardan minutos de silencio, hoy sueña pentagramas en la voz de Pavarotti. Caro Luciano, Grande Luciano, Bravo Luciano.

viernes, 31 de agosto de 2007

Pereza, maldita pereza

Hace un mes justo dejé a Duquesa, la gata de Davinia, campando por el paraíso felino. Abría la puerta a agosto, el mes maldito de la pereza maldita. Hoy sopla viento del norte anunciando septiembre. El fin del letargo, el reencuentro con la pantalla blanca y las maravillas que nos resten por fabricar. Cada cual las suyas y Dios en casa de todos.

Entre medias, largos paseos por la orilla del mar gaditano con mi amiga Gema buscando orejitas de la suerte que traen las aguas hasta la arena; el ir y venir de norte a sur y de sur a norte intentando comprimir media casa en la maleta que luego no me molesto en deshacer porque hago del lino negro y blanco el uniforme del verano. La playa de Sanlúcar con Doñana al fondo, allá donde muere el dulce cauce del Guadalquivir que llaman Bajo de Guía. Las corridas de agosto de El Puerto con su plaza a rebosar de gente santificando el nombre de José Tomás, la poesía vertical hecha toreo, las carnes rotas atravesadas por astas y agujas en el sesenta aniversario de la muerte de Manolete, aquel califa que se parecía a Adrien Brody. También el recuerdo emocionado a la memoria de Alfonso, para muchos "el bicho", para mí siempre maestro, genio y figura vuelto a la tierra charra que nunca tuvo secretos con él.

Alguna noche de farra intensa. Los cincuenta años de Marga celebrados a ritmo de tango, rumba y bulería, cincuenta rosas rojas sobre el mantel. La magia de un karaoke a las cinco y pico, cuando la madrugada nos transforma a todos en artistas consumados. La plaza portátil de Toro y el polvazo de los ruedos de poca monta manchando los vestidos de oro y filigrana en honor de San Agustín.

También entre medias este verano otoñal que vivimos y que iba a ser el más caluroso del último siglo según predicciones que jamás se cumplieron; las tardes tranquilas con Andrés en la terraza de casa dejando morir el tiempo hasta que cientos de cigüeñas toman por asalto los cielos zamoranos, las piedras, los siglos, las torres y los campanarios. La piscinita de dos por dos oliendo a limpio y a lejía por las mañanas esperando las risas infantiles de Lucía y de Teresa vistiendo de inocencia las baldosas. La dejadez de visitar los blogs amigos de todos los fabricantes de sueños del mundo, incluso de aquellos que no conocemos. Los folios que voy llenando en el nombre de la Cruz para la cita de septiembre en la capilla dorada. La despedida de Antonio, a quien no despedí, que ya nos envía abrazos y músicas desde el otro lado del océano. Una comida con Teresa, mi amiga de siempre, que lleva casi veinte años fuera de esta Zamora donde nacimos con unos meses de diferencia, sobreviviendo para no morir consumida en la vorágine laboral de Londres-Boston-Nueva York donde se deja la piel todos los días en un mundo que nos suena casi a película. Algún duelo que nos recuerda que somos siempre polvo vuelto al polvo. El eco de Medievalia resonando por las calles que se disfrazan de medievo en la ciudad medieval que no despierta de su letargo maldito; la nostalgia de Sanabria, sus tardes de plomo y su agua de hielo; la entrada más hermosa del mundo que un soldado de las palabras me escribió desde la trinchera de sus versos dejándome sin palabras.

Esto y algo más dieron de sí los treintaiún días que no escaparon a la pereza, maldita pereza, de agosto. Hemos sobrevivido a todo ello, así que seguimos fabricando sueños.

lunes, 30 de julio de 2007

Duquesa en el paraíso gatuno

Hay una nueva inquilina en el paraíso gatuno. Es Duquesa, la gatita de nuestra Davinia, dukesita-obrera de las rosquillas que nos endulzan las jornadas de esta fábrica. Duquesa, la de las orejas negras y puntiagudas y las patitas mullidas como los deditos de un bebé. Duquesa, la anciana siamesita de ojos azules y hociquito húmedo, que daba besos cortitos y fríos, como son los besos de los gatos cuando te olisquean la punta de la nariz y te asomas a sus ojos transparentes.

No entrecomillo su nombre porque en esta fábrica los gatos tienen tratamiento de "don". Porque soy gata de uñas cortas. Porque adoro su independencia, su descaro, su inteligencia y la elegancia que traen al mundo desde el vientre gatuno de sus madres. Porque no tienen dueños: los eligen, igual que eligen tu silla o se cuelan en tu cama, que deja de ser tuya. Porque no conocen otro reino que no sea la libertad, ni otra patria que no sea su santa voluntad.

Después de diecisiete años compartiendo esta vida con los humanos, Duquesa se ha escapado por el tejado despacito, a la manera felina, y se ha ido de casa con pasito corto y sigiloso para vivir en el paraíso de los gatos. Que existe, porque los gatos se aproximan bastante al paraíso incluso cuando descienden a nuestro mundo. Quizá por eso siempre quieren el sitio más caliente, el edredón más mullido, el cajón más oscuro para esconderse, la sombra más apetecible para sus siestas perezosas o el radiador que más calienta las frías tardes del invierno.

Duquesa anda en el limbo gatuno donde los gatos pueden comer lo que les gusta sin reventar de un entripado. Donde los machos pueden irse de gatas todas las noches sin estampar su huella en los derribos. Donde no hay febreros de berridos e inquietudes en periodos de enamoramiento. Donde no cumplen años, ni se quedan viejecitos y delgados, ni existen las inyecciones que les evitan el dolor de verse vencidos por la edad para dormirlos. No hacen falta; dicen miaumiau con la mano y siempre los vemos en majestad.

Por allí andarán mi Lolailo, un machomán con pintas y pichabrava impenitente con cierta genética perruna, si paseaba a mi lado por la calle y se ligaba a todas las hembras que anduviesen sueltas por las azoteas. O mi suave bizcochota, la gata más bizca del mundo, un cruce de siamés y persa que siempre pensé que tenía un Down gatuno, si es que existe. Por eso siempre la quise más. Porque cuando me miraba, tan virola, yo me moría de ternura y quería tenerla siempre en mis brazos, con sus uñitas amasando pan en mis carnes como si estuviese buscando un tesoro en mi antebrazo.

Sé que muchos no creéis en los paraísos gatunos. Pero yo sé que existen. Que los gatos sueñan con nosotros y nos hacen compañía. Y que incluso desde su admirable egoísmo nos regalan un beso húmedo o un lengüetazo áspero y nos ganan para siempre. Por eso no quiero que Duquesa se vaya sin saber que en los sueños de Davi y de todos los que creemos en el dios de los gatos, siempre tendrá friskis en la puerta, por si se cuela por las noches y se acurruca a nuestro lado, dejando en la oscuridad el rastro, la ronca caricia de su ronroneo.

jueves, 19 de julio de 2007

De puntillas

Me encanta que vengáis de noche a la fábrica. Que entréis de puntillas y sin hacer ruido. Que leáis y os marchéis como vinísteis, también de puntillas, para no despertarme. Que me acompañéis cuando no lo sé; que me arropéis desde la distancia con la cercanía que os otorga esta cooperativa de sueños que sin vosotros no existiría. Que la fábrica siga con su luz encendida mientras nuestras ciudades duermen y las cigüeñas toman por asalto la piedra y el silencio. Que poséis los ojos en la producción de cada día, en los sueños de todos, déis el visto bueno y os marchéis con los vuestros cumplidos debajo del brazo.

Me encanta saberme recorrida por vuestras sonrisas y vuestros silencios. Me encanta que compartamos este edificio imaginario por cuya chimenea escapan los deseos que brillan en la noche como estrellas en llamas. Saber que pasáis como una ráfaga de amor por esta casa y que de vez en cuando estampáis vuestra firma en la negra tierra de estas letras como si fuese la huella de vuestro pie; como un recordatorio de lo que somos: fabricantes de sueños.

Me encanta que pase el tiempo y que sigamos creyendo en nuestra fábrica. Que sigamos forjando sueños juntos. Que nos hagamos fuertes en la amistad; aunque unos estéis lejos; aunque a otros no nos hayan presentado. Que construyamos Salamora cada día sin accesos restringidos ni códigos secretos. Que cuando me siento pequeña me recordéis que también hubo días en que paseé por la cima de la alegría. Que cuando me siento sola, me habléis de los días en que siento la felicidad quemándome la piel sólo por posar los ojos en todo lo que amo. Y entonces me hacéis sentir inmensamente grande; inmensamente rica. Y pienso que nuestro mayor acierto ha sido echar a andar el engranaje perfecto de esta fábrica que ya funciona sola. Porque entráis y salís, dejáis el poso o simplemente el silencio. Pero estáis, sóis. Somos. Y ese ir y venir continuo es el que nos acerca, el que nos ata y nos hace libres. El que me arropa cada noche cuando sé que paseáis como duendes por mis sábanas.

Quizá por eso, porque os quiero así, sin puertas ni alambradas, me encanta que vengáis de noche a la fábrica. Aunque sea de puntillas.

domingo, 15 de julio de 2007

Golondrina siempre de vuelo

Hoy he ido a la pequeña iglesia de San Isidoro a encenderle unas velitas a la Virgen del Carmen. Mi abuela se llamaba Carmen. Y se llamaba así porque mañana era su cumpleaños. Nació un 16 de julio del año 1903 y tuvimos la inmensa suerte de compartirla y disfrutarla con nosotros casi 98 años.

Cada vez que enciendo una vela y la convoco a mi lado, pienso que esa llama es la que mantiene viva su sonrisa, su tremenda energía, el don del amor infinito que sembró en mi alma. Que cada vela que enciendo sostiene la presencia de todos los que quiero: de los que estamos, de los que permanecemos y de los que nos faltan. Aunque no rece. Aunque sólo diga en voz baja: va por todos los que quiero. Los de éste y los del otro lado. Quizá por eso nunca dejo de encender una vela en vísperas del Carmen en honor de mi abuela, que fue una matriarca de inmensos contrastes: dos ovarios bien puestos y toda la ternura del mundo.

Cinco hijos, doce nietos y ocho biznietos dan fe de que su paso por el mundo fue un regalo lleno de flores y frutos. Algún día os contaré su vida tan bien apurada, cómo se creció en las adversidades como los bravos, cómo se dejó la piel más de medio siglo frente a los fogones de su restaurante sosteniendo ella sola los duros años de la posguerra. Por eso cada día del Carmen continúa siendo una acción de gracias permanente, una fiesta entre los de mi casa, que brindamos mirando a los cielos que siempre surca una golondrina, aunque de vez en cuando se nos escape alguna lágrima porque nos duele la ausencia de su sillón vacío cada vez que nos reunimos. Pero puede más su presencia esparcida entre todos nosotros. Y puedo tocar su alma.

Hoy la traigo a nuestra fábrica porque sé que a los pies de la Virgen del Carmen sigue encendida su velita; nuestras velitas. Es la víspera de su cumpleaños. Y sé también que la Virgencita de mi barrio la contempla, la sonríe y le ha llevado todos los besos que necesito darle para que sepa que, como esa llama, mi corazón sigue encendido cada vez que la pienso. Y que nunca podré agradecerle a los dioses ni a la vida el regalo precioso de su existencia, su regazo inmenso y generoso.

Sé también que en esta noche sin estrellas su estrella ilumina mi cara. Porque he sentido la ternura de su beso. Y necesitaba compartirlo y guardarlo en mis sueños.

Vuela alto, abuela querida. Golondrina nuestra.

viernes, 13 de julio de 2007

Juan Carlos y Sara

Ayer los ví de la mano por Los Pelambres. Compartiendo ese Duero con la última luz de la tarde; esa luz de verano que enciende de naranja las piedras y pinta el río de plomo. Sonriendo con la sonrisa primera del amor. Me encanta verlos juntos, porque hay algo en su sonrisa que nos hace cómplices. Hay algo que nos empapa, que nos hacer creer en que el amor es cierto. Les veo, y creo. Necesito creer.

Juan Carlos es uno de los obreros de esta fábrica, vecino de abajo en la casa de nuestra Pasión que nos construyó Javito, y artista por lo oficial, con sede permanente en el Museo de la Catedral, donde se esconden los tesoros más bonitos, los más sagrados. El silencio de siglos, el reposo de los sillares, el lamento de las campanas, la luz blanca del claustro, las oraciones que no cesan, los susurros de miles de voces. Pertenece a los "Mora" de nuestra Salamora, de los que aún no he hablado en esta ventanita, quizá por la pereza que últimamente siempre me acompaña.


Sara, que siempre está a su lado, que siempre está sonriendo desde la dulzura, se preocupa en descifrar los secretos de la mente y en buena parte los del alma, que suelen ir de la mano. Aunque el alma, que habla poco, siempre se guarde algo para sí.


No sé cómo ni dónde se conocieron. No conozco los caminos que anduvieron antes de decidir que se querían. Nunca se lo he preguntado. Ni falta que hace. Supongo que simplemente me confirmarían que el amor espera en las esquinas más insospechadas. Los veo juntos y me sale nombrarlos juntos, como una sola cosa. Juan Carlos y Sara.


Sé de ellos por sus ojos, que suman una ternura infinita, y por los "enzamoramientos" de Juan Carlos, que bautiza a Sara con el nombre del amor y no tiene reparo en compartirlo con todos sus amigos en voz alta. Pensándola, escribiéndola. Tomándola de la mano y redescubriendo el Duero cada tarde.


Ayer los ví de la mano por Los Pelambres cuando comenzaba a ponerse el sol. Iluminaban con su alegría cada rincón del merendero donde Marta y yo compartíamos pan, compañía, deseos imposibles y el alivio de sentirnos a salvo juntas y reirnos de nosotras mismas. Y sentí de pronto las ganas de hablar de ellos, de escribir hoy mismo con la insana envidia de quien quiere escaparse a su felicidad transparente.


De traerlos a nuestra fábrica; de dedicarles este sueño, por todos los sueños que fabrican juntos y que van apilando en su corazón. De darles las gracias por el regalo que nos hacen cada día, probablemente sin enterarse.


Porque tras ellos dejan en el aire, sin darse cuenta, la luz clara, la estela limpia del amor que cura todas las heridas del mundo.


Y les veo. Y creo.

martes, 10 de julio de 2007

Piedras mojadas

Hoy he bajado al patio de casa a regar las piedras. Simplemente a eso: a mojar los cantos del empedrado y el granito de las escaleras, y empaparme del olor a piedra mojada. En Cádiz, cerca del mar, nunca huele así: al musgo que siempre tapiza el ala norte de nuestro caserón y que en verano se pone negruzco; al calor evaporándose de la piedra abrasada de siglos; al verano puro y duro de esta tierra adentro con el sol de plano; a la luz dura del mediodía que se posa en el patio para que huela a verano de verdad; al verde de la hiedra, cuya sombra tantas complicidades ha cobijado en las noches de calor, guitarras y queimadas.

He bajado a regar las piedras del patio por el simple placer de hacerlo; porque esas piedras mojadas son el olor de la niñez compartida, de los veranos con mis hermanos haciendo el tonto con la manguera, limpiando de verdín el baldosín blanco de la fuente, mientras mi madre hacía punto en su silla de flores sin perdernos nunca de vista. Aquella silla de playa estampada que pensé había muerto hace muchos años y que sorpresivamente ha aparecido en el trastero que un día fue el tenebroso "cuarto de las muñecas", esas horribles imágenes vestideras que mi padre guarda ahora en otro lugar y que me siguen inquietando con su mirada puesta en ninguna parte.

He bajado a regar las piedras del patio y por un instante vi a mi abuela, la madre de mi madre, de quien apenas guardo recuerdos, haciendo cordones de lana de dieciséis hebras, que eran auténticas joyas para domar mi pelo. No conservo ninguno. Y la escuché como si estuviese allí mismo dándole vida a una masa de harina contra una fuente de cristal, poniendo a punto los buñuelos sin otra batidora que la palma de su mano. Como si estuviese al resol de la tarde, como los ancianos que consumen sus veranos en el pollete de sus puertas esperando que pase un coche o la misma vida ante ellos. Quizá es que siempre ha estado ahí y nunca supe verla.
He bajado a regar las piedras del patio y he escuchado las risas de otros niños. Los ladridos de todos los perros que guardaron nuestros muros; los ronroneos de mis gatos y el revoloteo de hojas cuando escalaban la enredadera. Los juegos que resonaban entre las paredes. Algún beso robado e incluso algún beso que nunca dí.

Ha sido extraño, porque regando el patio he sentido la certeza de que todo ese tiempo que se hizo presente al olor de las piedras mojadas ya no me pertenece. Que ese perfume a calor y secarral, a sol rabioso y agua, lejos de devolverme los veranos de la niñez, los ha dejado un poquito más lejos, un poco más desdibujados. Aunque esta tarde oliese a piedra mojada igual que aquellas otras tardes.
Porque ya no existen más que en mi memoria; porque hace tiempo dejé de ser una niña, por mucho que me empeñe en cerrar los ojos, aspirar con el alma las piedras mojadas que brillaban como monedas recién acuñadas y soñar todos mis veranos como si hubiesen quedado detenidos al pie del pozo esperando que regase el patio como si fuese una lluvia de nostalgia.

viernes, 6 de julio de 2007

Sopla viento de levante

El sol se ha escondido naranja tras los muros de Santa Catalina, como si corriese a refugiarse en la arena de La Caleta, que guarda el calor del día como un tesoro entre sus dos castillos. He contemplado la puesta de sol en silencio, como si la soledad fuese un rito previo para dejarse acariciar por la belleza de la última luz.

Y mientras lo contemplaba, pensaba que ese mismo sol que se moría era el que dejaba a su paso un rastro de estrellas para que las contemplemos juntos esta noche, aquí y allí, sobre el mar o en tierra adentro, si son las mismas. Y pensaba que el sol venía de visitar nuestras piedras, nuestros ríos, y que se escondía ante mis ojos con la memoria de su recorrido diario: de vuestra presencia, de vuestros pasos, de vuestras sonrisas. Del olor a hierba, de los campos de cereal, las encinas, las jaras, las acacias y los tilos que perfuman todas las noches que recuerdo.

Aquí, en Cádiz, sopla viento de levante, con las revoleás de arena sobre la playa y las aguas de la Bahía picadas como si las rayasen los cuchillos cálidos de cada ráfaga. Y le he pedido a este viento loco que desvíe su curso y os lleve estos pensamientos, para que cuando sople allá arriba os dejéis abrazar y sepáis que mis sueños, que van por delante de mis misma, viajan con la levantera, que los depositará en nuestra Salamora antes de seguir su viaje eterno.
Un beso. Mil besos.

miércoles, 27 de junio de 2007

La mirada de Víctor

Víctor tiene los ojos oscuros y la mirada clara. Los párpados a media asta y las pupilas en vigilia permanente. Víctor se hace el longuis y contempla desde su mundo nuestro mundo y se ríe abiertamente. Y lo pinta de sus colores, y nos los entrega más llevadero, más friki, menos sucio, más habitable. Y nos descubre que a este lado del objetivo hay otro mundo que no acertamos a descifrar sin el tamiz de sus pestañas largas.

Víctor es el obrero más vago de esta fábrica -no deja unas letras así lo maten-, pero a cambio nos regala su mirada sobre las cosas. Sobre las muchachas guapas que encuentra en las fiestas de los pueblos: sobre la tortilla y la cerveza que hemos compartido tantas veces; sobre nuestra pasión por las pasiones del norte y del sur; sobre el valor de la amistad como el primer mandamiento; sobre la belleza de la noche posada en la piedra de Moreruela; sobre la sonrisa de los campos cuando pasa nuestra Patrona en romería y deja descansar su cámara en un árbol condecorada con la medalla de cinta roja, como quien cumple una peregrinación de siglos; sobre las caricias de miles de manos; sobre la piel desnuda de los cuerpos o sobre la ingenua impudicia de un abuelete haciendo de vientre en un momento de apretón campero y a traición.


Víctor ha paseado de la izquierda a la derecha, aunque su corazón es de tres colores y ha pateado las calles nuestras en pos de los deseos que nunca serán. Ayer nos regaló su mirada sobre una campaña de sueños y elecciones en la que precisamente las miradas valen más que las palabras y los gestos eran guiños de la memoria del tiempo. Y dijo sin palabras verdades ocultas. Y mostró sin necesidad de hablar vergüenzas ajenas y pactos con el diablo. Trenes vertiginosos que nunca pasarán por esta tierra y una murga de los currelantes que nos dejó a todos -"ramones", "caciques" y "currelantes"-, con una sonrisa en los labios. Esa fue la magia que quizá le pasó por debajo de la mesa su amigo Paco Mago sin necesidad de filosofías zen: descubrir a cada cual y no morir en el intento.

Por la mirada de Víctor, supimos que esta ciudad soñó durante unos días; que abrió sus ojos a la esperanza y quiso cambiarse el vestido; que extendió una rosa roja en su almohada y que sonrió con el color verde de los mil poemas de Valorio; que besó con besos falsos en nombre de la falsa independencia y que hoy saludamos a una alcaldesa guapa y sin consenso, que nos cae bien aunque se perfile los labios por fuera y no lo necesite.

Lo de después, la noche al pie del Duero con ese olor a río que es el olor de todos mis veranos; el puente apagado; la Catedral encendida; la sonrisa bendita de Javier a mi lado; el amor transparente de Alberto y Noelia, el curso que no podré hacer con Jose por adelantarme unos años naciendo o la mini lluvia de pétalos de manos de Víctor al pie de donde estuvo la carpintería del señor Franco, me la guardo porque es de las cosas que necesito llevarme en la mochila antes de bajar a la orilla de mis soledades. Porque es mi mirada hacia dentro.

Pero me llevo la mirada de Víctor y al menos sé que esta ciudad se hizo carne y alma; que la piedra quedó desterrada mientras duró el sueño. Que todo pasa y todo queda, pero lo nuestro no será nunca pasar sin más.

Y sé también que aunque sea el más vago de los currelantes de esta fábrica, es el más soñador. Desde sus ojos oscuros. Desde su mirada clara.

sábado, 23 de junio de 2007

La noche más corta

Arderán en la tarde-noche los "juanillos" de mi Cái llenando de cenizas sus rincones marineros, ungiendo de sal y alegría a sus gentes. Y saltará el viento de levante las olas a las doce de la noche, al pie del mar, mientras el agua se llena de papelillos y flores, de miles de deseos, de pies descalzos jugando en la arena a convocar a las brujas mientras la playa se ilumina con miles de candelas.

Yo rezaré los conjuros junto al Duero después de sobrevivir al día más largo entre los días más largos. Y quemaré los nombres viejos de mi alma; y redactaré sobre la piel con tinta nueva los nuevos nombres para que no se los lleve el agua, para que no me los borre el olvido.

No tengo deseos que alimentar junto a la orilla en esta noche sin deseos, en esta noche de luna roja y soledades; en esta noche de hogueras en que danzan aquelarres sobre mi alma todos los solitarios del mundo. Agradeceré a la noche su brevedad, porque cuando amanezca las brujas estarán de retirada y el sol iluminará un día nuevo descubriendo un deseo, el nombre que dejé oculto bajo la almohada por si lo soñaba.

Y este sueño será como este solsticio de verano, como un deseo que permanece en pie sobre el fuego y sobre el agua, como una isla erigida sobre un cúmulo de amor y de esperanza, sobre una hoguera que no quema. Y será el sol su guardián y el custodio de mi sonrisa. Y vendrá cada noche a escribírmelo por si se me olvida y lo vuelvo a soñar.

Quizá entonces mis deseos naveguen Duero abajo hasta llegar al océano. Quizá mañana, en las orillas de mi Cái, los niños salten las olas y bendigan con su risa, sin saberlo, todos estos sueños que no digo en voz alta para que no los devore el mar, para que el agua no me cierre las puertas. Estos sueños que fabrico mientras contemplo mi Zamora encendida en la noche de los deseos y escribo un versículo más en la biblia profana de mi vida, donde sólo mis dioses saben leer.

sábado, 16 de junio de 2007

La ciudad de los sueños rotos

Existe una ciudad donde los sueños son frágiles. Donde los sueños se quiebran como el cristal, donde sus habitantes quieren seguir soñando pero no lo saben. Donde queda prohibido cualquier atisbo de sueño según la ley de la costumbre y la pereza.

Existe una ciudad donde las vírgenes son señoras de puñales, puñales por la espalda y espadas en alto. Donde los independientes son dependientes y siervos; donde los desprendidos venden a sus vecinos como si fuesen miserables judas de cartón piedra. Donde los héroes ultrajan la libertad en nombre del santo dinero -puto dinero, dinero negro y sucio- y de las ansias de poder, que son como el rayo, que nunca cesan. Donde los prudentes prostituyen sus conciencias en tabancos de alto estánding, en salones de sillas de terciopelo donde todo está dicho de antemano; en pastelerías donde las mismas bocas morderán el mismo bollo mientras la ciudad de los sueños quebrados se muere de hambre y de pena, masticando entre lágrimas el pan ácimo y amargo de la decepción. Mientras la ciudad de los sueños rotos muerde el polvo y besa el suelo para llevarse a los labios esta tierra dejada de la mano de los hombres.

Existe una ciudad donde las alas extendidas de una gaviota no dejan posar el sol pero tampoco nos protegen de los temporales. Donde las alas son negras; donde las alas son alargadas, como las sombras de los cipreses. Donde la justicia está arrestada, donde hoy sobrevivimos abrazados a la tristeza. Donde los jóvenes se pierden diseminados por los caminos, donde los ancianos agachan la cabeza, donde hasta los más descreídos dicen amén.

Existe una ciudad de sueños rotos donde llueve sobre mojado. La misma lluvia, las mismas piedras, la misma suciedad que nunca se limpia sobre este suelo. Existe una ciudad de luto peremne por todos los días de pasiones abortadas, un clavel y un fusil de poesía por sus calles. Donde las banderas lucen crespones negros por el suelo expoliado vendido en el mercado de las complicidades, abrazando la especulación como el pan de cada día. Existe una ciudad donde cuando unos se llenan los bolsillos de sueños ajenos, otros acariciamos la arena del lejano mar, los posos de café y del tiempo o las pelusas de la infancia. Pero somos ricos en sueños y amores. Y sonreímos incluso en una ciudad de sueños de hielo y cristal.

Existe una ciudad donde los amigos se transforman en traidores y juegan a las batallas corrompiendo el nombre de Dios y su testamento de amor al prójimo, haciendo de la mentira y la mezquindad su bandera. Donde los decentes caen en la indecencia. Donde la palabra se ensucia de no usarla, donde el silencio es permisivo en nombre del miedo eterno a rebelarse.

Es la ciudad de los sueños rotos. La ciudad que no sabe que existen fábricas como la nuestra, por muy cerca que esté. Porque una fábrica como la nuestra nunca podrá dejar huella en ciudades con las alas quebradas, que prefieren no soñar a despertarse y soñar despiertas; a echar a volar por ellas mismas, sin el peso de los siglos a las espaldas, sin la memoria de las piedras, que siempre le vinculan a la tierra y a la fosa, a esta sepultura en vida que es vivir con las manos atadas, con la boca amordazada.

Hoy caen chaparrones sobre esta Zamora de sueños rotos que necesita lavarse para poder mirarse en un espejo y encontrarse guapa. Para que sea el agua, que siempre viene del cielo, la que le lave las heridas, la que le desenrede el pelo, la que le alivie el cansancio centenario de sus pies. Para que sea el agua la que le escriba en la piel nuevos versos y le recuerde que bajo ese agua también nos bautizamos los que seguimos soñando, los que seguimos sonriendo incluso bajo este aguacero.

Una noche soñé mi ciudad como una rosa roja. Así la soñamos miles de soñadores. Y así seguirá en esta fábrica de sueños: intacta, hermosa, con el rocío de la mañana sobre sus tejados, rojos como sus pétalos, rojos como la sangre, rojos como el corazón. Rojos como los besos, como las amapolas, como el rostro de una novia cuando la miran los ojos que encienden sus ojos. Como los latidos de una enamorada que vive en el silencio la bendición de saberse amada sin ser nadie.

Y yo seguiré alimentando ese sueño. Y en esta fábrica plantaremos una rosa roja para recordar cada día que hubo una ciudad soñada que perdimos una mañana bajo un intenso aguacero para fundirse en esa lluvia, para ser más de lo mismo, para ser de nuevo la ciudad de los sueños rotos. Para celebrar que nuestra fábrica sigue en pie, que mañana será otro día. Que hay muchos sueños esperando y no podemos dejarlos morir.
Igual que no podemos dejar de soñar. Igual que la sonrisa será siempre nuestro signo y nuestra bandera. Igual que esta fábrica, que nunca podrá pararse, que siempre será nuestra casa.

miércoles, 13 de junio de 2007

Cádiz, mi Cái

Estaba tardando en traer a esta fábrica un rincón de plata que soñaron los dioses más antiguos. Es Cádiz, que se dice Cái, que se pronuncia como un suspiro, como un deseo, como una caricia. Mi Cái, donde también residen mis sueños al pie del mar. Cái de compañías y soledades, donde nunca encontraron suelo firme mis pies descalzos, que sin embargo te besaban sin darse cuenta. Donde nunca quise romper mi cordón umbilical, aunque a cambio fui cobijando en las entrañas sonrisas que me curaron con las invisibles hebras de las amistades.

Esa Gades fenicia que me guarda las noches en el lenguaje indescifrable del vaivén de las olas. Cái romana de pecios y ánforas, de duros antiguos y puertas de tierra que son tierra sin puertas.

Cái de piedra ostionera y barquitos de pesca que pululan en las aguas como estrellas cuando cae la noche. Cái de hombres del mar que tararean el tres por cuatro por las tascas de la Viña haciendo de cada mesa un pequeño escenario del Falla. Cái de Virgen de la Palma, que salió a sus calles a detener las aguas y mandarlas volver a los océanos. Cái de coplas y versos, Cái de palmas y compás. Cái marinera de ficus gigantes y buganvillas siempre en flor. Cái de Alameda con los árboles besando al mar, con las aguas cosidas a su cintura.

Cái, mi Cái de sal y de arena, de madrugadas tres veces milenarias contemplándose sobre las aguas en calma. Cái de tempestades y maremotos, Cái de milagros y callejuelas, de viento de levante y de poniente, de ropa en las azoteas como blancas banderas dejándose querer por el sol.

Cádiz, que se dice Cái, es un paraíso de plata donde ya para siempre habitan mis sueños, que van y vienen, que reposan. Porque no puedo dejar de quererte, Tacita, y te lo digo sonriendo desde la distancia, si hay amores que nunca matan, si hay amores que nunca hieren. Cái es La Habana con su malecón por el campo del Sur. Cái, donde los niños bajan descalzos a la playa. Cái de marías jugando a la lotería en la arena hasta que se esconde el sol. Cái de adobo y pescaíto frito, de cañas en el puente y cañaíllas, de mariscadores en pos de boquitas buscando quizá el beso del mar. Donde las miserias se convierten en tanguillo y los pobres son ricos en alegría. Donde las palmas por bulería son el pan nuestro de cada mantel. Donde la luz se hace milagro cuando se posa sobre la Bahía mientras regresa al muelle el vaporcito del Puerto.


Es mi Cái, que también existe en esta fábrica. Ese Cái que me dejaba las olas debajo del balcón y me saludaba con bruma si soplaba suroeste. Ese Cái que echo de menos antes de irme pero no duele porque está dentro, porque me lo traigo conmigo a esta orilla sin mar de piedras románicas y filigranas platerescas, a esta Salamora donde me esperan tormentas y amores nuevos, indecisiones y certezas, la perfección de ser imperfecta y tener derecho a equivocarme. A esta Salamora que es donde quiero estar, que es donde tengo una cuenta de sueños pendientes.

Esta es la Cái que me enamoró en febrero cuando el tiempo se posa en los ladrillos rojos de un teatro y suena en clave de comparsa tocándome el alma. Ese Cái de callejeras y arte puro en el barrio de la Viña vestido de bombillas y fiesta. Cái que se bautiza de amarillo cada domingo en Carranza y canta por pasodoble su himno oficioso antes de cada partido. Cái que se baña en Puerta Tierra en las noches de victorias; Cái que salta las olas y pide deseos en la mágica noche de San Juan.

Cái de milagros y devociones, Cái mágica del Arco de la Rosa y el bullicio del mercado con el pescado recién salido de las aguas. Cái de baluartes y castillos, de procesiones magnas, de gaviotas sobrevolando los palios y simpecaos que no se manchan con el salitre porque se limpian con las lágrimas del pueblo cuando sale el Greñúo.


La última vez que fui a La Caleta, Cádiz, supe que me estaba despidiendo de tí. Pero no me dió pena: sé que siempre volveré, que tú siempre permanecerás erguida en tu piedra ostionera y tus versos de febrero, con tus torres y tus azoteas, con tus fachadas de colores, con las sábanas al sol. Supe también que diciéndote adiós estaba haciendo lo correcto; y sigo bendiciendo el privilegio de pisar tu suelo, de soñar despierta por tus esquinas del aire. Y sé que sobre tí se posarán miles de años, nuevas primaveras, nuevos veranos, nuevos noviembres de tosantos y nuevos diciembres de zambombas. Y que algún día nada quedará de mis huellas en tu arena, aunque yo guarde cada paso en la memoria de mi piel.

Y aunque me despedí en el santuario de tu playa pequeñita con un pellizquito de sal en los ojos y en el estómago, subía por el camino abrazada a la alegría y a la esperanza porque aquí, al norte del oeste, en esta raya de cortinas de piedra, montes, granito, encinas y lindes entre pastos, está mi casa. Porque aquí me devuelve mi corazón como a esas olas que se empeñan en no tocar la tierra pero siempre retornan y terminan empapándome los pies y lamiendo la arena; porque quiero contemplarme en este río oscuro y generoso que termina abrazando tus aguas atlánticas para mecerte cada mañana.

Aunque nunca deje ya de cantarte, mi Cái preciosa. Aunque nunca deje de escuchar tu voz por alegrías y sea tu compás el latido de mi corazón, la bulería eterna de tu eco llamándome. Cádiz. Mi Cái.