viernes, 29 de agosto de 2008

Bilbao


Soñaba con su redondel de arena negra como los posos de un café cortado con chirimiri. Quería ir con él, pero hace tiempo que paseo sola por mis deseos. Por el camino, componía malabarismos contra la ausencia como si fuesen incienso que ofrendar al verde inacabable de los montes. A mi lado, la amiga que tiene su corazón bordado en azabache sobre la chaquetilla de un torero de plata. Y más allá, la vida.

Los viejos ritos, la incertidumbre cosida a la puerta de toriles, las gargantas resecas desandando albero y miedo. La hora en punto. Los cascos de los caballos, el runrún del hielo en el vaso de plástico, la ginebra acariciando la lengua, el limón raspando el estómago, los clarines rompiendo nubes, despejando incógnitas.

La gomina y la laca, la caspa más casposa, la elegancia y el petardeo rebosando los escaparates de la vanidad. Los saludos, los reencuentros. La sonrisa que cada día es menos postiza y más escurridiza. El sabor a pan tostado de un vino extremeño que habla desde su etiqueta tipo Chanel perfumando la mesa y el mantel. El chuletón sangrante como una hembra recién parida.

La humedad de las losas del casco viejo, los viejos impasibles, dos góticos trasnochados componiendo olés revestidos de negro en galería, una pareja comiéndose la boca en el interludio de la espada y la resurrección. La muerte rondando por las esquinas como una novia maliciosa. Yo iba desdibujándolo entre el gentío, olvidando reconocer su rostro en todos los rostros.

Sol y sombra. El sol secando las heridas como ropa tendida en las azoteas a merced del viento. La sombra de unas pestañas que encierran secretos que no me atreví a descifrar en un par de noches que clarearon demasiado pronto, guardadas ya en mi cofre de los secretos. La mirada oscura que alimenta a miles de ojos a la que no tuve cojones de asomarme.

El camino de vuelta. El recuento de cada minuto, el débito de la cama, el sueño cumplido. Soñaba con su redondel de arena negra como los posos de un café cortado con chirimiri. Soñaba ir con él. Pero fui sola. Y regresé en pie, sobreviviéndole y sobreviviéndome después de tanta muerte en las sábanas, redactando páginas de niebla y de luz, más allá del dolor de los últimos meses.

En el retrovisor, Bilbao a lo lejos.

(Fotografía: gourmet-image)

miércoles, 27 de agosto de 2008

Te conozco, pequeña


No conozco su nombre, sólo la mirada de terror, su casa vacía de muñecas y sus muñecas esposadas a la verja de un viejo cuartel mientras el tiempo descontaba en su contra, con la vida a cara o cruz.

La niña iraquí sintió el vértigo de la muerte ceñido a la cintura, abrazándola como un amante celoso de sus carnes de hembra en puntas. Supo que no había ningún paraíso esperando más allá de sus trece años. Y no quiso morir por la causa de ningún demonio. Y no quiso matar en nombre de ningún dios. Sintió el zarpazo de la angustia habilitando las palabras en su garganta. Habló en nombre del miedo, pactó una nueva madrugada.

Hija de la guerra, heredera de nada, con el cabello ondulado por las caricias de las bombas y los odios, oriente y occidente -cruces como espadas, lunas como guadañas-, la tierra yerma, los pies descalzos. Habitante del país donde la prisión tiene la caricia de la seda y el velo, donde cada centímetro cuadrado habla de culpa y de vergüenza.

Hija del absurdo y el rédito político que llevaron a un imbécil a decir que su gesto representa el papel que quieren desempeñar las mujeres en Iraq. Como si sus ojos oscuros tuviesen lectura en los despachos. Como si su vida fuese moneda de cambio que lucir con las medallas de guerra sobre el pecho. Imbécil.

No conozco el nombre de esta niña a la que le robamos la infancia y la sonrisa, los pasos perdidos en el recreo, la muñeca a la que abrazar sobre el colchón, el hijo que traer en paz desde su útero. Pusimos pólvora en tu almohada y pobreza en la cuna, angustia en tus noches, mortaja en las sábanas.

No conozco tu nombre pero te conozco, pequeña. Y te abrazo. Por decidir en una tierra que siempre eligió por tí. Por ser generosa contigo en el pedazo de mapa donde te negamos todo lo demás. Por sobrevivir en la isla de espinas donde estalló en mil pedazos tu alma de niña.

jueves, 21 de agosto de 2008

Por amor a Susan


Si hay una imagen que estos Juegos dejan para la posteridad, esa es la de Matthias Steiner. Su rostro de coloso envuelto en lágrimas le han lavado la cara a estas olimpiadas de la vergüenza que serán recordadas porque el mundo miraba hacia otro lado en un país donde los derechos humanos se escriben en renglones torcidos. Que serán recordadas también porque nuestro país en duelo no pudo mostrar su duelo y allá donde debieron ondear banderas a media asta se izó como un esperpento la de la sinrazón.

Steiner, con su pinta de brutote goliardo, rompió a llorar como un niño cuando se proclamó campeón olímpico. Hércules hecho añicos por el amor de una mujer. Hace un año perdió a Susan en un accidente. Cuando ella agonizaba en la cama de un hospital, él le prometió en voz baja el oro en ese Pekín lejano con que soñaban juntos. Ella ya estaba ahorrando para pagarse el viaje.

La carretera tuvo la culpa. En el asfalto quedaron rotos los sueños de Susan. En el asfalto comenzó a acuñarse la medalla de oro y coraje de Steiner. Allí, en lo más alto, el gigante teutón alzó un ramo de flores y mostró al mundo la sonrisa eterna de su compañera. Quizá escuchó su aliento en el esfuerzo supremo cuando levantó 258 kilos de peso. Quizá percibió la alegría de Susan celebrando su victoria por los rincones. Quizá grabó en sus músculos la caricia de los dedos de su pequeña princesa. Quizá sintió en la sábana el calor del viaje a medias que nunca fue.

Hemos visto a un coloso sostener en sus brazos una pila inhumana de peso, como quien sostiene todos los dolores del mundo. Probablemente aquello no era nada comparado con la ausencia, la rabia y la impotencia que Steiner fue amansando en la soledad de sus entrenamientos. Por eso sus lágrimas enjuagaron las mías.

Ahora sé que es cierto que el dolor nos hace más fuertes; que no es leyenda que la casta de los bravos se fermenta en el castigo; que aunque el peaje sea caro, siempre crecemos. Aunque hayamos visto al hombre más fuerte del mundo escalar la cima de la gloria y despedazarse en lágrimas por el amor de una mujer.

martes, 19 de agosto de 2008

Un fandango

En la tarde sin alma un hombre levantó la voz y quebró por fandangos al viento de poniente. En la tarde sin alma, tan sin alma que la expectación se apagaba minuto a minuto disuelta en el sol pegajoso de todos los agostos.

Revoleá seca en la garganta, caricia de seda por los adentros. El miedo, el pellizco rondando el estómago. La voz y el verso. En la tarde sin alma, cuando se ahogaban en whiskis las esperanzas, las apuestas a la deriva entre cuatro piedras de hielo. Cuando los kilómetros eran la cuenta atrás del delirio. Silencio payo, eslabones de oro en el pecho, cadena gitana de fandangos encendiendo la tarde oscura de los trajes sin luces, el albero opaco de los sueños que nunca fueron.

Un hombre levantó la voz en la tarde sin alma. Y volaron los oles y los suspiros con alma de fandango, amasando el fuego implacable de la piedra, dibujando en la arena una cintura rota esculpida en malva y azabache. Las palmas a compás, las voluntades rotas. Y después la nada.

Silencio. Manuel Orta está cantando desde el tendido. Está cantando ya siempre. En la tarde sin alma, resucitando los sueños.



(Vídeo de Sentimientos y locuras. Gracias, José Luis)

viernes, 15 de agosto de 2008

Adiós

Estaba en la ventana que mira al mar, desde donde tantas veces nos lanzábamos besos cuando entrábamos o salíamos de casa.

Cuando subí a la furgoneta, cargada con siete años de mi vida encerrados en cajas, alcé los ojos y lo vi entre las lágrimas. No tuve fuerzas para levantar la mano y decirle adiós.

viernes, 8 de agosto de 2008

Pólvora sobre el cielo de Asia

Ya estamos, ya es ocho del ocho del Dos mil ocho. Hoy, en esta fecha capicúa y agosteña, se inauguran los Juegos Olímpicos. Los de Pekín. Los de la vergüenza para la historia y para el mundo, que nunca debió consentir que el cielo de Asia se iluminase como se va a iluminar hoy de pólvora de colores, mientras se pudren en la oscuridad de sus cárceles miles, millones de ciudadanos.

China devora a sus hijos. Ocupa una tierra que no le pertenece. Invade la historia y el corazón del Tíbet, que vive eternamente preso bajo la blanca nieve del techo del mundo.
China cercena el pensamiento, amordaza la palabra; doblega las voluntades llamándolas a la sumisión. China redacta los derechos humanos según los renglones torcidos de los hombres.

China prostituye la justicia, ejercita la tortura, practica el tiro sobre la diana del pecho y de los latidos. China censura el verso, amortaja la libertad, cose la lengua. Y nosotros, todos los países del mundo, somos cómplices de sus cadenas con el silencio mezquino que asiente. Y nosotros, todos los países del mundo, asentimos complacientes a las caricias de su maldito dinero.

Allí estamos, allí están nuestras banderas, nuestros atletas, los gobiernos pusilánimes que presumen de ser hijos de la democracia. Allí están nuestros representantes, listos para el pistoletazo de salida, en el que escucharé a todos los pistoleros de uniforme apretando el gatillo en la nuca. Entonces serán libres todos los que murieron bajo la ley del terror con el tiro por la espalda, con los ojos cerrados y el corazón abierto.

Hoy comienzan los juegos de la vergüenza. Apoyaré a los deportistas que sudan sus podios como si en ello les fuese la vida. Y allá donde ellos alcancen sus medallas y sus oros, alzaré una cruz, un sueño, un verso, por cada lengua prisionera, por cada pensamiento amordazado, por cada miembro mutilado, por cada cadena, por cada bofetón, por cada lágrima, por cada herida.

Ellos, los que piden la paz y la palabra y la defienden con su sangre y su dolor, son los auténticos corredores de fondo, los atletas que me enseñaron a admirar desde niña. Por encima de las celdas, por encima de los barrotes y las palizas, el podio, la gloria y la memoria es suyo. Aunque no sepamos sus nombres. Aunque florezca el laurel de los dioses sobre tumbas sin nombre.

domingo, 3 de agosto de 2008

Miedo

Desde ayer tengo un poco más de miedo cuando salgo a la calle. Me da miedo que un asesino ande suelto por derecho y que nuestro Estado no disponga de los medios necesarios para encerrarlo. Me da asco.

No es cuestión de izquierdas ni de derechas, de "pepéses" ni de "pesóes". Es cuestión de justicia, de decencia, de moral, de respeto. Me da miedo que con la ley en la mano semejante individuo pueda disfrutar de la misma calle que pisamos tú y yo, aunque él siempre estará preso de su odio enfermizo, de la cobardía del tiro en la nuca o la bomba sorpresa, de su rabia sin antídoto, de esa piel envenenada y esos huesos sin alma.

Iñaki de Juana Chaos quedaba ayer en libertad y salía de la cárcel con la misma sonrisa con que festejaba las brutalidades de su banda de pistoleros en nombre de una bandera que manchan de mierda cada vez que la tiñen de sangre. Veinticinco víctimas mortales, veinticinco familias destrozadas, veinticinco heridas como puñales a cambio de veintiún años de cárcel. No ha tocado siquiera a doce meses de condena por cada asesinato, a descontar de los tres mil que le cayeron por sus atrocidades. Me da miedo pensar en lo barata que se cotiza la vida. Me da miedo pensar lo poco que valemos en la redacción de un puñado de leyes.

No es un hijo de puta, no. Yo de siempre a las putas les he tenido mucho respeto y a este especímen ni se lo tengo ni se lo debo. Lo detesto, porque soy hija de la tolerancia y de la igualdad, de la esperanza, del diálogo y de la libertad. Lo detesto porque representa lo contrario de lo que soy, el opuesto de lo que queremos ser. Lo detesto por las madres que lloran a sus hijos, por los hijos que lloran a sus padres, por los que vuelven a la tierra con los pies por delante, por la soledad, la impotencia, el desgarro. Por eso me da miedo pensar que nuestras leyes nos hacen iguales a todos a los ojos de la justicia, tan ciega, tan injusta.

Me da miedo que el Estado y sus engranajes no sean capaces de proteger a las víctimas y a su memoria. Que no pueda evitar que los hijos del dolor tengan que cruzarse cara a cara con el rostro de estas bestias en las escaleras, en el portal, en las aceras, en las calles. Me da miedo que no sean capaces de protegernos a tí y a mí, de distinguirnos de estos individuos que bombardean el país, los sudores, el futuro y la convivencia de millones de ciudadanos.

Me da miedo pensar que en esta España que luchó cuarenta años por su derecho al pan, la paz y la palabra, las familias de las víctimas tengan que vivir acojonadas y acongojadas. Me da miedo saber que tenemos un Estado incapaz de cambiar leyes que nunca pueden ser leyes en el código de nuestro sentido común. Me da miedo pensar que no disponemos de un sistema lo suficientemente sólido como para que los asesinos no se cachondeen de los que queremos vivir en paz.

Dijo una vez este malparido que las caras descompuestas de las familias en los funerales eran sus risas entre rejas. Por eso, por principios, en esta fábrica no hay sitio para alojar su rostro, ni para su erre-hache negativo, ni para la sangre que empapa su camiseta y sus entrañas. A mi, su sonrisa en la calle me descompone el alma, el estómago, la certeza de que vivo en un país libre que garantiza el respeto al vecino como primer mandamiento. Tu sonrisa, pistolero etarra, me da pavor.