sábado, 24 de diciembre de 2011

Bienvenido, Dios Niño

Como cada 24 de diciembre, desde hace muchos años, escribo con el corazón en los dedos, como si acariciase por vez primera al Dios Niño que hoy nos nace.

Más cansada, más desencantada, más vencida. Más perdida en una maraña cuyos valores se miden y se pesan en el metal vil de las falsas monedas, en las injusticias de los mundos de tercera división, en las noticias que escuecen en los ojos y nos arrugan el alma, como si de cuando en cuando pudiera beberme todo el dolor del planeta.

Más descreída del hombre, más incierta en este universo que a veces se me antoja tan grande que me devora, sólo Tú, Dios Niño, salvas esta Navidad, todas las navidades. Porque sólo Tú le das sentido a este frío viniendo al mundo cada año, como si no te asustase tanta sangre, tanta suciedad, tanta podredumbre, tanto precipicio en mi alma. Pobre entre los pobres, hombre entre los hombres, desnudo en la mitad de la noche, sonriendo contra la madrugada, encendiendo la esperanza desde la humildad de tu sábana primera.

Yo hoy de nuevo te subiré a mi habitación, porque aún no es la hora, hasta que el reloj marque las doce y me levante de la mesa, sin que nadie sepa que voy a ponerte en tu cunita con una emoción que no se comparte en un brindis ni sobre los manteles. Con la mirada limpia, aunque sólo sea este único minuto de esta noche única en que te contemplo a solas, sin compartirte, mientras se me olvida rezarte, y beso tus piececitos y me invade la ternura, porque quizá esto sea la fe.

Porque Tú nos haces más libres, porque Tú lavas mis heridas y las cierras con tu sonrisa de Niño, con tu mano bendiciendo. Porque sólo Tú trepas por los balcones de esta casa y llenas cada rincón, incluso cuando no te busco, incluso cuando no quiero verte.

Porque creo en Tí, porque te reconozco en mis días y en mis noches, porque intento caminar cerca, te sigo hasta el madero y resucito entera cuando caminas en la mar.

Bienvenido, Niño Dios, a esta inmensa fábrica de sueños que es el mundo.

(Y aquí, en la tierra, paz a los hombres).

martes, 8 de noviembre de 2011

Desde nuestro cántico a la luz


Casi treinta años me separan de aquella niña que veo en las fotos y casi no me lo creo. Yo tenía doce años aquel primer día (siempre hay un primer día) en que fui a la iglesia de San Andrés. El pelo largo, larguísimo. La cara redonda. Las ganas, el empuje de esos años en que despiertas a la vida y te comes el mundo si te dejan. Allí, tras el armonio, estaba don Jerónimo. Al frente de su coro. El Coro Sacro. Que aquel día empezó a ser también mi coro, y el de mis hermanos. En aquella iglesia donde el frío casi dolía y donde las voces se perdían fusionadas con los enormes tapices que tapaban las capillas laterales; en aquella penumbra silente que impregnaba el templo, como si siempre estuviese escondiéndose el sol.

Allí, al pie de un sepulcro noble esculpido por Pompeyo Leoni, discurrían las horas entre partituras y pentagramas, con un don Jerónimo de sotana hasta los pies y vieja cartera de cuero, que a veces se veía impotente para detener aquel torrente de juventud que se desbordaba sin querer. Èramos niños y jóvenes indómitos que, aunque no lo supiésemos, íbamos encadenando nuestras vidas a la música. Y, más allá de las notas, solfeábamos en clave de siempre amistades y cariños que son, que están ahí para toda la vida. Algunos forjaron también alianzas en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo, siempre en el amor.

Treinta años separan aquel día de este primer sábado que nos trajo noviembre, como si el tiempo no hubiera querido asomarse a nuestros balcones. Como si la vida no nos hubiese dispersado. Como si La Alhóndiga fuera de repente la iglesia de San Andrés, tan oscura, tan fría, pero tan llena de juventud dispuesta a romperse la garganta para revivir las obras de los clásicos. Como si don Jerónimo estuviese al pie del armonio, inquebrantable, infatigable, tan paciente, tan incansable, tan queriéndonos tanto.

He necesitado unos días para asimilar tanto. Tanta alegría por el reencuentro con Pedro y Carmen, con Laura y César, con Rosa y Aurelio, con Espe y Balta, con Luis Pablo y Elena, con Ana Belén, Carmen María, Nacho, Carlitos Arias (que siempre será Carlitos, aquel niño soprano que cantaba a mi lado); con Marcelino, Merce, con Puchi, con Pili, con Teresa. Con todos aquellos que han cruzado estos treinta años, de la adolescencia a lo adultos que se supone que somos, como si no pesasen.

Tanta nostalgia por los que nos faltaron, por los que siguen cantando al otro lado de la vida para que nunca se nos olviden sus voces, sus nombres, como mi querido José Miguel, aquel bellezón de voz grave y ternura comprimida en casi dos metros; Manolo Alonso, que talló con sus manos de artista una batuta de ébano, la primera que tuvo mi hermano Antonio; los patriarcas Alberto Fernández y Emilio Luelmo, cuyas dos familias casi hacían un coro entero; o la dulce Rocío, que se fue tan pronto, de un zarpazo tan brutal que aún hoy duele ver su rostro entre las viejas fotos en blanco y negro.

Por ellos y por nosotros. Por los que estuvimos, por los que están, por los que vinieron después. Por los que echamos de menos aunque estuvieron a nuestro lado, como Juli, que era como la madre de todos, desbordando energía; como Antón, al que se sale la humanidad por los poros; como Marce, que por curre y por amor se nos fue a tierras donde siempre sopla levante. Por Chelo y Luismi. Por Nano, que le ha echado un montón de ilusión al reencuentro, y Marijose, que le ha dado amor y unos hijos preciosos. Por Ana Moure, que tiene piso sin renta en mi corazón, que desafiaba a la dulzura con su voz tan de cristal. Por Carmen Pedrero , tan hermosa, tan limpia por dentro, y Carmen Matellán, que anda difundiendo el castellano en la capital de los bohemios y de los enamorados. Por los Urías, que se fueron al calor del sur. Por Bea, que hizo verdad su sueño de vivir de la danza. Por todos los que me olvido, que están ahí, cantando al lado, susurrándome al oído un precioso capítulo de mi pasado.

Gracias a Pablo y a todos los que han trabajado en ello, porque el esfuerzo ha merecido la pena. Porque es un privilegio mirar hacia atrás, como miraba el sábado, tan emocionada, en el escenario, y ver rostros tan queridos haciendo música y camino cerca de mí. Nadie me lo ha dicho, pero estoy segura de que, mientras nosotros cantábamos, don Jerónimo se sentó en su armonio para pedalear una vez más y ser luz, sólo luz.

Un beso. Desde nuestro cántico hasta la luz.


(La fotografía es de María San Nicolás)

jueves, 20 de octubre de 2011

Que no sea una paz desmemoriada

Hoy es un día histórico: ETA ha anunciado que cesa en su actividad armada. La noticia, que podría ser la mejor que escribiese cualquier periodista en este país en toda su vida, podría ser redonda. Pero la banda asesina resulta irritante hasta comunicando que cesan de matar.

Irritante, porque cuando escuchas al portavoz de esos fantoches de sábana blanca tocados con una txapela, sus palabras resuenan como un insulto a la memoria de todas las víctimas. Un insulto a todos los ciudadanos que creemos en la democracia, en la libertad y en la vida.

ETA cesa en su actividad, pero olvida varias cosas por el camino: dar la cara, entregar las armas, acatar la Justicia y pedir perdón. Si el cese de su actividad criminal (y no confrontación, como dicen, porque en esta España nuestra sólo han matado de una parte, la suya) pasa por tragar por sus condiciones, yo me apeo.

Me apeo. Porque me revuelve la sangre, y las tripas, que hagan referencia a los 'compañeros' (asesinos) que se han quedado en el camino, o en la cárcel. Pero no se acuerdan de todos aquellos que murieron con la bomba trampa, con el tiro en la sién, esas mismas sienes donde asientan la txapela que ensucian cuando corona el anonimato de unos pistoleros sin alma.

Militares, civiles, policías, guardias civiles, concejales, empresarios, amas de casa, niños, jóvenes...vale más la vida de cada uno, con sus nombres y sus apellidos, que la de cualquiera de ellos, que han matado en nombre de una tierra y una bandera que cubren de mierda cada vez que aprietan el gatillo.

Me apeo, porque no nos regalan nada. Porque nos hemos acostumbrado a la servidumbre del miedo, y lo único que hacen es devolvernos lo que nos robaron: poder vivir en libertad. Nada les debemos. Nada.

Sea bienvenida la paz en la tierra, en nuestra tierra. Pero que no sea una paz desmemoriada. Que no sea una paz con condiciones. Que no sea una paz plegada a la voz de quienes llevan sobre sus espaldas tanta muerte, tanto miedo, tanto dolor.

Hoy me hierve la sangre por no estar ejerciendo el periodismo. Hoy me queman los dedos porque me hubiese gustado escribir a toda pastilla el mejor titular. Y quiero abrazar a las familias de las víctimas, a todos aquellos que se quedaron por el camino, a los que no nos callamos y a los que desde sus tribunas políticas han luchado por la paz. Porque ellos sí son los héroes de toda esta historia.

De ahora en adelante, a quienes nos representan, izquiedas y derechas, sólo les pido que les falle la memoria. A ninguno. Que no vendamos la paz a cualquier precio. Que no nos impongan ni nos amenacen con más dolor. Que no insultemos, que no les faltemos al respeto a todos los que hoy no pueden celebrar el fin del terror de ETA, porque cayeron bajo sus balas.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Ha naufragado el aire (Ay, Vaporcito del Puerto)


Ha naufragado el aire. Así cuenta mi amigo Jaci, un flamenco muy cabal, el hundimiento del Vaporcito del Puerto, bandera y símbolo de la Bahía gaditana.

Ha naufragado el aire, posando en el fondo del Atlántico el corazón de la vieja Gades y es como si un pedazo de mi propio corazón se hubiese hundido con ese Vapor. Ese barco flamenquito y pinturero con nombre de emperador romano, que une Cádiz y El Puerto, surcando las aguas de la Bahía como sólo supo cantarlo el gran Paco Alba por boca de unos hombres del mar en un pasodoble que hoy, a la vuelta de los años, es el himno del Carnaval, la religión que profesan los gaditanos y me remite a tantas gargantas rotas, a tantas noches de febrero, a tanto levante y poniente, a tanto Cádiz por los cuatro costados.

Ha naufragado el aire, y me falta el mismo aire para escribir. Me duele el aire.

Ha naufragado el aire, que duerme ya en las aguas atlánticas que acunan la Tacita tres veces milenaria.

Ha naufragado el aire, y en el aire queda mi corazón a la deriva, hasta que resucite, blanco y orgulloso, entre las olas.


(Mejor, escuchadlo en las voces de Los Hombres del Mar, del gran Paco Alba)

(La foto, como siempre, de Manué. Cádiz a sus ojos siempre es más hermosa aún)

martes, 9 de agosto de 2011

Carta a una mujer valiente


Tendrá todo el amor de su madre, y de la madre de su madre, y de la hermana de su madre, y de todas las que queremos a su madre, y a la madre de su madre, y a la hermana de su madre.

Llegará, mujer entre las mujeres.

Vendrá porque se la espera. Porque tú te mereces su futuro entre los brazos. Porque ella se merece una madre como tú; y una abuela como tu madre, que ha sido una leona para tirar de sus cachorros, dejaros volar y trazar vuestros propios caminos.

Será rica en caricias, en abrazos y besos, que no se pueden comprar con todo el oro del mundo, ni tampoco se venden. Ni falta que hace.

Anda aún madurando en el vientre, redondeándose, nadando entre las horas, desandando los dos meses que faltan para asomar al mundo, y ya trae escrita la victoria de la vida, el nombre de Valeria, la sonrisa de los que le esperamos, el epílogo de una historia de amor contada a la manera antigua, en la trastienda, con el final infeliz de los cuentos infelices, pero con la promesa gozosa de todo lo que empieza, el regalo maravilloso de todo lo que nace. Es tuya. Es nuestra. La queremos. La queremos a rabiar.

La veremos crecer, le arroparemos incluso en la distancia; contaremos estrellas y se las coseremos a las sábanas, seguiremos sus pasos, le guardaremos las espaldas. Aprenderá a decir 'mamá' y entonces se iluminará el mundo y tú nunca estarás sola. Nunca.

Gracias, Sheila, por tu valentía. Gracias por decir que sí, por la dulce espera, por la promesa.

Gracias por la vida.

lunes, 4 de julio de 2011

Escrito en el viento


"Acaba de nacer David, hace 2 minutos. Todo ok. Besos y abrazos". Así, en el último día de junio, conocíamos, celebrábamos tu llegada al mundo, pequeño David, después de la travesía de nueve meses en el útero de tu madre, acomodado ya en el corazón de tu padre, tan roto y tan rebosado a la vez, tan en la invisible línea que separa toda la pena de toda la alegría, el nombre del hijo, el nombre del padre.

Eras apenas una alubia creciendo en aquellos días amargos de diciembre, cuando Ana, la chica que inventaba mariposas, cerraba sus maravillosos ojos de faraona en tierras del Duero para dormir y descansar al otro lado de la vida.

Pensábamos entonces que ella no sabía, que no podía imaginarse que estabas de camino, esperanza contra desesperanza, amor y sólo amor contra los golpes brutales que asesta la vida de cuando en cuando. Pensábamos que no sabía, que no intuía, que no sospechaba que se modelaban ya tu carne y tu sangre, su misma carne y su misma sangre, estirpe de la madera, de la música y del arte.

Pero yo quiero pensar que allí, en aquella habitación de hospital donde sonaba la voz ronca de Leonard Cohen cantando para ella, danzando hasta el final del amor, también pudo, supo, escuchar el frágil latido, la alegría imponiéndose, tu primera luz, la certeza de que la vida siempre se pone en pie sobre la muerte.

Y aquí estás tú, pequeño David, fraguado entre letras de dolor imposible y de imposible ternura, escrito en el viento, redimiendo, consolando, tan perfecto, mientras las ventanas del futuro se abren cuando abres tus ojos en la paz de la cuna y se ilumina el mundo.

Alguien, un maestro en las palabras, tu primer maestro en la vida, te enseñará un día ese nombre de tres letras conjugado en tiempo presente, igual que el amor, que nunca muere. Y nosotros estaremos ahí, viéndote crecer, igual que descontábamos los días esperándote, adivinando mariposas sobre tu almohada, besos en lo invisible, canciones de cuna en el aire, encendiendo la sonrisa cada vez que sonrías, guardándote los sueños y el futuro.

Bienvenido al mundo, pequeño, inmenso David.

martes, 5 de abril de 2011

Abril, otra vez


Abril, otra vez. El perfume de las noches cada vez más claras, la luna preñándose de luz en el cuarto creciente. Y el rumor de las aguas bajo el puente, junto a la piedra, eternamente apostadas al pie de la muralla.

Abril otra vez. Las aguas románicas, abril románico en la ciudad intangible, la que sueño ahora, puertas afuera, al otro lado del río, mirando hacia el sur infinito, tan lejano, anhelando siempre, aquí y allí.

Abril otra vez, jugando a la primavera en los árboles, en los almendros de flores blancas y prietas, en la luz desafiante de cada tarde, en las torres y los campanarios que se perfilan contra la última luz dibujándote cada noche, aunque no te vea. Y el puente, otra vez el puente, y más allá un Nazareno de barrio con la Cruz dispuesta. Abril otra vez en las cruces.

Abril esperando en el incienso ya preparado, en la ciudad que se despereza como si no conociese la indolencia. En las palmas amarillas que sostienen el sol y la infancia. Abril otra vez; abril posándose en las calles silentes, en las cuestas y en los miradores, en los hábitos que se orean al viento.

Abril ha regresado en el silencio de la cera, en las noches sin sombra, en la vida que pasa impasible sobre el Duero, hacia las huertas. Abril en las esquinas, en los escaparates, en la mirada de los niños que este año estrenarán su túnica primera, en las cicatrices de guerra de tantos abriles.

Abril bajo los párpados, abril bajo la piel, latiendo a mi pesar, abriéndose paso entre las carnes y entre los recuerdos. Abril santo, abril maldito.

Abril otra vez. Y otra vez que quiero y no quiero traspasar el puente; que quiero y no quiero acompañarte; que quiero y no quiero elevarte sobre los hombros. Abril otra vez, y otra vez que no sé si caminar descalza sobre tus empedrados o poner tierra de por medio entre mi memoria y tus postigos, entre mi corazón y tus secretos.

Abril otra vez. Y otra vez dudo si recorrer por tus calles la vía del dolor o ignorarte por fin y no saber de tí más que lo que ahora sé. Abril otra vez, y no sé si cantarte con la voz ronca de los que aman o si dejarte en el silencio de los que un día quisieron.

Abril, otra vez. Y otra vez no sé si abrirte las puertas con los brazos en cruz o si cerrar las ventanas para que no penetre ninguna luz que no sea la que ya me habita, la que siempre reconozco, la que siempre descifro sin necesidad de verte, sin necesidad de ser, sin necesidad de estar. Porque a veces te quiero más así, sin más.

Abril, otra vez. Y otra vez no sé si empaparme de ti o ponerme a salvo, soñarte como ahora te sueño y guardarte intacta en mi alma.


(La foto, este puente que quiero y no quiero traspasar, es de internet. Si alguien conoce a su autor, me encantaría firmarla. Es maravillosa)

jueves, 17 de febrero de 2011

Escúchame, Cádiz


Escúchame, Cádiz. Escúchame ahora, en este febrero en que se rompen las gargantas diciendo tu nombre.

Escúchame ahora, antes de la oscuridad, cuando el mundo gira en torno al ombligo de tu teatro de ladrillo rojo. Escucha mi voz entre tantas voces.

Escúchame, Cádiz. Yo te hablo. Yo te escribo. Yo te canto. Escucha mis dientes entre tanta copla, entre tanta música como te arrulla cada noche, como te sostiene en pie hasta la madrugada.

Escúchame, Cádiz. Escucha mi abrazo devorando los kilómetros, escucha mi ausencia gimiendo con el viento del norte, azotándose contra las piedras del campo del Sur.

Escúchame, Cádiz. Porque mi cántico es más puro, es más roto, es más hondo. Porque mi voz está más quebrada. Porque mis versos son más desgarradores. Porque te echo de menos con los cinco sentidos, porque me duele el alma de soñarte, porque ya no existen febreros, ni océanos bajo mi ventana si no te tengo.

Escúchame, Cádiz. Porque yo te amo. Porque yo siempre te escucho y nada te demando. Porque yo me moriré cantando sin voz conocida, guardando febreros en el puño de la mano, acariciándote cuando te hiera la sal.

Escúchame, Cádiz. Porque yo te canto desde el silencio. Porque yo siempre canto para tí.

(La foto, de Manué)

miércoles, 2 de febrero de 2011

Rafael, version 4.0

Sólo nos separan veintidós meses, pero para mí siempre será mi hermano pequeño, así pasen los años, así pase la vida. Rafael. El pequeño. Por eso hoy, dos de febrero, cuando el calendario me dice que Rafa estrena su versión 4.0, en realidad la que cumple años soy yo. Porque es imposible, porque mi hermano pequeño no puede cumplir cuarenta años, coño.

Escribo casi furtivamente, en una oficina donde las noticias adquieren la velocidad vertiginosa que imprime el instante. Es la dictadura de internet.

Pero aunque no sea una entrada escrita contra la madrugada; aunque no lleve el sello de la soledad que siempre acompaña mis escritos; aunque no sea el primer regalo que encuentra año tras año en la pantalla de su ordenador, aunque termine a toda prisa estas lineas sin puntuacion desde una blackberry que ahora mismo es un mundo, estoy en hora, hermano querido, de sonreirte, de escribirte un dos de febrero mas que eres el mejor regalo que me hizo la vida y que en esta version 4.0 de tu vida los dos descumplimos annos: tu porque siempre seras el pequenno. Y yo, porque siempre me resistire a dejarte crecer por mucho que sobrevueles los cuarenta.

En el dia de las Candelas, en la celebracion de tu inmensa luz, te quiero, hermano mio. Gracias siempre, Rafa, por las cuarenta bendiciones,los cuarenta febreros que sostienen tu sonrisa.

TE QUIERO.