martes, 31 de enero de 2012

VERGÜENZA

Vergüenza. No encuentro otra palabra. Vergüenza. En mayúsculas, como el título. Vergüenza de ser zamorana. Vergüenza por la desvergüenza de quienes nos gobiernan. Vergüenza por la desvergüenza de ser cofrade, si ser cofrade es que se nos llene la boca con la Semana Santa pero que no arrime el hombro 'ni Dios' en los días que no son Semana Santa. Vergüenza.

Esta tarde, a las ocho en punto, ha cerrado sus puertas el Museo de Semana Santa de Zamora por falta de fondos para mantener los gastos mínimos del edificio. Y mientras los cofrades ponen al presidente de la Junta de Cofradías 'de limpio' en foros anónimos o en los corrillos de los bares, nadie apunta con el dedo a los auténticos culpables del desaguisado, que somos todos, desde el Ayuntamiento, con una deuda acumulada de 90.000 euros, o la Junta de Castilla y León, que no incluye en las rutas turísticas potenciadas en la reciente feria de FITUR la Pasión zamorana, pese a ser una de las primeras en ser declarada de Interés Turístico Internacional. Vergüenza.

Vergüenza por la desvergüenza del chiringuito turístico que en dos años ha dejado un agujero de 270.000 euros en las arcas municipales y que ya en su día redujo a la mitad las subvenciones a las cofradías; o del ágape institucional que cada Jueves Santo se monta la Diputación para que los jerifaltes, esos que nosotros elegimos, contemplen en palco de preferencia el Miserere que Zamora entona con la garganta rota de emoción mientras pasa Muerto por las calles Cristo Yacente.Vergüenza.

Vergüenza por la mala gestión, porque las cofradías se han acogido a la sopa boba de las subvenciones año tras año y ahora, en época de vacas flacas y apretarse el cíngulo, no buscan soluciones unidas, en vez de tirarse dardos envenenados con una prensa dispuesta a darle alas a la mierda que airean, que debería lavarse en casa. Tirios y Troyanos en vez de hermanos y cofrades. Conmigo o contra mí. Vergüenza de nosotros. Vergüenza.

Vergüenza porque los días santos son también los días en que Zamora se llena de gente que hace funcionar el engranaje no sólo de la hostelería, sino de todos los sectores de servicios públicos que hacen el agosto en primavera pero miran para otro lado cuando se trata de realizar una aportación, por pequeña que sea, para que cada Semana Santa podamos celebrar la Pasión con el alma pero también con la mejor puesta en escena posible. Vergüenza de los cofrades que se rasgan las túnicas si suben un euro la cuota, pero luego pagan ronda para arreglar el mundo en el café de al lado. Vergüenza.

Mirad bien esas puertas. Ahí, en ese pórtico, se han sucedido desde la apertura del Museo abrazos y reencuentros, emociones indescriptibles que hasta hace unos años quedaban reservadas a las familias de los cargadores, que íbamos a esperarlos con el alma en un puño y el beso en los labios en premio al esfuerzo de cada procesión. Ahí, junto a los pasos, algunos echamos los dientes; ahí, junto a los pasos, algunos dejan el alma, las tripas. Más allá de los religioso, más allá de lo turístico, de lo tradicional. Ahí, tras esas puertas, reside el legado de todo un pueblo, la única herencia que Zamora recibió a lo largo de los siglos.

Miradlas bien. Ahí, tras esas puertas, se custodia uno de los mayores tesoros que tenemos los zamoranos. No hablo de las tallas, ni de su valor artístico, ni de esa fe que mueve montañas. Hablo de nuestro corazón, de las cadenas del querer que nos atan casi como una condena a esta tierra que a tantos nos niega el pan. Pero de eso qué coño van a saber quienes se visten de domingo para presidir procesiones y hacerse la foto detrás de las imágenes tras las que los zamoranos aprendimos a rezar casi antes de hablar. Vergüenza de vosotros. Vergüenza de nosotros. Vergüenza.

Vergüenza si esta es la forma de querer y de creer de mi pueblo. Vergüenza mayúscula, como el título, por todos y cada uno de nosotros.

Hoy cierra las puertas el Museo de Semana Santa. Hoy abrimos, en horario permanente, el Museo de la Vergüenza.

(La foto, robada de internet, es de Portalviaje.com)

sábado, 21 de enero de 2012

Si caminito del Falla.....

Si caminito del Falla encuentras el rastro de mis pasos, es que ya soy invisible en el viento, esta noche y todas las noches, dibujando mis huellas en el aire. Apostada en las puertas del templo de ladrillo rojo, tapizando las butacas del terciopelo encendido de querer estar allí y nunca estar, o estar siempre, como si no me hubiese ido.

Esperando Carnavales, viviendo Carnavales, con el corazón en los nudillos, llamando a las puertas de febrero, añorándote tanto, mi Cái, que a mis dedos le duele escribir tu nombre tan lejos. Cantando contigo en voz baja, siempre de noche, porque estas noches son la magia, el cántico de verdad.

Si caminito del Falla encuentras mis ojos empapados de Atlántico, bebiéndose la humedad de los empedrados, será que ya soy sólo agua, que con sólo sellar los párpados te sueño cantando. Que de tanto escucharte me aprendí tus coplas y las redacté sobre mi piel para que nunca se me olvidaran en las noches que no son febrero y me quema tu nombre en los labios. Que te abrazo con sólo pensarte engarzando eneros y ensayos, cables y pantallas en el foso, madrugadas de retorno desbordada de caricias en verso, ejércitos de poesía en mis oídos. Tu música, tu sagrada sinfonía.

Cantándote contra la noche, con la madrugada encima y la primera brisa sobre las mejillas. Y la mar en el camino de retorno, siempre ahí, bajo mi ventana. Mi Cái. La mar negra, como un cielo lleno de luceros, que son los barquitos faenando, santificando la pesca de todos los días.

Si caminito del Falla escuchas corazones por pasacalles, será que mi latido compone cuartetas para cantarte con versos malditos, con esta condena de tanto quererte sin tenerte ya nunca, de romperme la garganta de silencios, sin decir nada y esbozar con los nudillos el tres por cuatro que me ata a tus calles y a tus esquinas, que me dicta tu alma, tan antigua como la de los dioses que viven en La Caleta.

Yo estaré aquí, tan lejos, cerrando los ojos y contemplándote como siempre te ví desde mi ventana, erguida sobre el Campo del Sur, con la luz del faro parpadeando sobre mis sueños. Contando madrugadas caminito del Falla, viviendo Carnavales, escuchando el mar, cantando tu nombre al pie del mar. Siempre el mar; aquí, en tierra adentro. Apretando los puños, acariciándote, paseándote entera sin pisarte, dejando que me habites hasta que se acabe el mundo, hasta la última fibra, hasta el último día de mi vida.

Caminito del Falla cada noche, aquí, a setecientos y pico kilómetros, setecientos y pico pasitos, no más. Caminito del Falla para cantarte, para escucharte cantar, para escribir un año más mi nombre contra los vientos.

Te quiero, Tacita.


(La foto es de mi amigo Manué, a quien quiero dedicar este post para celebrar con él la vida. Su vida. Hace apenas un mes, Manolo le echó un pulso a la muerte en la UCI de un hospital y lo ganó. No podría concebir ya mi Cái sin la ventana de sus ojos, sin la caricia de sus fotografías, que son la realidad palpable de que la ciudad que canta por febrero existe y no fue un sueño de siete años que la vida me regaló. Esa ciudad mágica hoy empieza a cantar. Hoy se alza el telón del Falla y yo sigo preguntándome a qué sabe el olvido, cómo es posible llevarla tatuada entera encima de mi alma, tan viva, tan preciosa)

jueves, 19 de enero de 2012

19 de enero


“Ahora estarás junto a San Ildefonso y Las Marinas, oliendo los tilos, y yo estoy contigo recordando, reviviendo tanta vida, tanta cercanía a través del tiempo, de sonidos, de campanas, de piedras estremecidas, de calles, de plazas, de casas, de luces, de sombras, de árboles, de hombres, de tierras, de pueblos, de oficios, de tanta barahunda de cosas en compañía de tantos amigos que nos habitan y amasan el alma y cuyos nombres desbordarían el cauce de estas palabras volanderas… Sí, Antonio, porque la existencia cobra sentido cuando no se renuncia a nada como tú has hecho siempre y, sobre todo, cuando late en el centro del espíritu nuestra ciudad como el pulso imperecedero del Duero”.

(Claudio Rodríguez)

“¿Dónde reconocer ahora aquel pintor amigo que bajo la luz de lo días, en los aconteceres de las noches se nos perdía en los campos, nos encontraba en las capeas, delineaba los pueblos, se nos entreveraba con los rancios del cante en las agonías de la soleá, dibujaba en las plazas, compartía con los compadres, se emocionaba con los surcos y aprendía que el trabajo, como el pan sobrio de los Carbajales, de corteza tan recia, con la apostura y el tiempo, nos da el sabor más fuerte de la harina hecha trigo?”

"Nadie podrá ya nunca retratar a Zamora, desde el otro lado del Duero, que no nos lleve siempre a la memoria inmortalizada de quien así la pintó tantas y tantas veces distinta, veraz y única”.

(Jesús Hilario Tundidor)

Por una vez, dejo en el blog palabras que no son mías. Palabras sabias, de poesía consagrada, de amistad eterna a éste y al otro lado de la vida. Va por mi padre, que hace hoy 73 años, veía la primera luz en Zamora.

viernes, 13 de enero de 2012

Zamora, un gran cuadro de Pedrero


Todos llevamos dentro una ciudad que nos habita. Lo dijo el poeta. El amigo.

En la ciudad de Zamora, un 19 de enero, nacía Antonio Pedrero Yéboles. El hijo de Virgilio y de la señora Carmen. Aquel niño que jugaba a dibujar con tiza sobre el asfalto de la Plaza Mayor y a modelar en barro los pasos de La Congregación. Mi padre.

Aquel niño que se inició en los caminos del arte de la mano de Bedate y Castilviejo antes de ir a Madrid a consolidar en la Escuela de San Fernando, con el trazo prodigioso de sus dibujos, un estilo personalísimo.

Aquel niño que se bebía la luz del Duero, los atardeceres en Sanabria, la psicología de los personajes tras la barra de La Golondrina, el misterio de las noches de abril que desembocan en la Semana Santa.

Zamora lo habitaba mansamente, erigiéndose en óleo sobre el lienzo.

Nadie la ha pintado como él, irguiéndose pétrea y eterna al otro lado del puente. Nadie ha escudriñado sus calles, sus ocres y sus tejas tantas veces, si desde la orilla izquierda Zamora es un gran cuadro de Pedrero, como un mural inabarcable. Nadie ha plasmado de forma tan cierta sus gentes, recias y tiernas; o la silueta cárdena de la montaña sanabresa cuando cae la última luz.

Todos llevamos dentro una ciudad que nos habita. Y nosotros, todos, pasaremos. Y pasarán más diecinueves de enero, año sobre año. Pero Zamora permanecerá inamovible, cercada en el tiempo. Y permanecerá su mirada infinita, su pintura maciza recreando la piedra, las madrugadas desgarradas por un Merlú de bronce convocando a vivos y muertos a La Congregación.

Gracias, Antonio. Gracias, padre, por abrirle las puertas a la Zamora que nos habita. Por sobrevivir con ella, por sobrevolarnos con tu mirada. Por esos pedazos de la Zamora soñada, esos trazos eternos. Por tu magisterio. Por la luz de aquel 19 de enero, de todos los 19 de enero ya amasados como pan fecundo de una vida tan generosa.



(Columna publicada hoy en El Día de Zamora, con motivo del homenaje que le rinden a mi padre el próximo 19 de enero, día en que cumple 73 años)

viernes, 6 de enero de 2012

Son Reyes. Son padres.

Cada cinco de enero el cielo se tiñe de niebla y naranja, mientras las horas avanzan y desando el camino hasta la niñez, para rendir pleitesía a los únicos Reyes a quienes reconozco. Sus Majestades los Magos de Oriente. Mis padres.

Y vuelvo a aquellas noches de Reyes en que mi madre nos ayudaba a repulir los zapatitos (uno, en el balcón; otro, junto a la chimenea)y nos mandaban pronto a la cama, porque si no no venían los tres Magos. Mis hermanos y yo jurábamos que los escuchábamos taconear sobre los tejados, descender por la chimenea y comer los dulces crujientes que dejábamos en una bandejita, sobre la que por la mañana sólo quedaban miguitas, con el rastro de licor en un vaso y enormes paquetes de los regalos que un día pedimos en una carta.

Después, alguien que quería hacerse el fuerte ante el grupo te chivaba que los Reyes no existían, que eran los padres. Que no había camellos ni pajes. Que los altillos de los armarios guardaban en secreto juguetes y sueños. Y entonces era cuando creías que eran magos de verdad. Que esa magia inexplicable es la que nos cura cuando tenemos dolorida el alma. Es la que nos cose por dentro cuando caemos en pleno vuelo con las alas rotas. Es la que estira las nóminas hasta fin de mes. Que ese reino de cuatro paredes, tele y camilla es siempre tu casa. Que la luz de sus ojos es tu buena estrella. Que por mucho que les puedas fallar en la vida, ellos nunca te quitarán la corona que te pusieron en las sienes en la misma hora de nacer.

Son Reyes. Son los padres. Y aunque nunca les daré a leer estas líneas, todos los años me emociono cuando me siento en el ordenador en esta noche y repaso su fortaleza, esas sonrisas donde nunca concebías el dolor ni el miedo, esa infancia que siempre será el paraíso al que un día me encantaría volver; esos Reyes que hacen magia todo el año y se multiplican para que no les falte pan ni paz a sus cachorros. Esos Reyes que darían hasta la última gota de su sangre por una sóla gota de sangre tuya.

Ahora me iré a la cama. Y escucharé a los Reyes bailar sobre los tejados mientras mis padres duermen. Y volveré a rendirles pleitesía, a entregarles un corazón de niña erosionado de acumular años, de tanto dividirse en norte y sur, de tanto querer perdido por el camino.

Bienvenidos seáis siempre, Melchor, Gaspar, Baltasar. Y larga vida a Sus Majestades, mis padres.

(La imagen que ilustra el post es Zamora según los ojos de mi padre, que es un mago de los pinceles)